2 de febrero de 2018

Que no se dé cuenta.


La Señorita Lorraine camina. Yo vuelvo a pensar en ese momento.

—¿Podemos hablar? —dice Eissen.
—Últimamente quieres hablar mucho —digo, sonriendo.
—Quería decirte que has... me ha parecido muy valiente lo que has hecho.
—¿El qué?
—No tuviste miedo, avanzaste hacia el tigre desarmada, sin saber si te atacaría o no, mientras el resto corríamos.

¿Cómo que no tuve miedo?

—Bueno, es lo de siempre —digo—. Si corres, sabrán que te han pillado. Si avanzas hacia ellos, decidida, sabrán que tú les has pillado a ellos.

Eissen no me decía un piropo desde hacía décadas, ni siquiera sé si alguna vez me ha dicho alguno. Le doy vueltas al momento, mezcla entre agradable e incómodo, aunque el recuerdo se acaba convirtiendo en los ojos de Jacob. Los pequeños saltos de Lorraine al esquivar las raíces del camino no ayudan a que me encuentre cómoda, suspiro, y miro hacia delante. Jacob lidera, montado en su tigresa, de espaldas a mí.
Según nos acercamos al límite de la jungla, comienzo a distinguir la luz del sol filtrándose entre los troncos, varios arañazos en la vegetación de pura nostalgia. Por un lado, me sentiré bien cuando me libre de la claustrofobia de los árboles y vuelva a dirigir a la Señorita Lorraine por terreno llano, porque este sillín de cuero es de lo más incómodo, pero por otro, sé que añoraré este lugar inhóspito, guarecido de los monstruos de afuera. Pienso en los Uut y sus máscaras, en Imica, y me encuentro sonriendo yo sola, y tengo suerte de que nadie ha podido verme. Jacob vuelve a cortar ese pensamiento sin hacer nada, como si tuviese que participar de todo lo que yo pienso, como si tuviera que recordarme continuamente tiempos mejores en los que había un hogar. Ya se lleva escuchando el mar desde hace rato, de forma parecida a como se escuchaba en casa, cuando pasaba las noches dormida en la silla del comedor... ¿Y Repar, estará bien? Por Mentes, es suficiente. Yo no soy así. Si el sillín es incómodo, me hundo más en él, si algo es doloroso, abrazo ese dolor. Soy la espada, no la lastimosa. Energía estornuda en mi nuca y me devuelve a la jungla, ella me pide disculpas, yo me toco el pelo, a ver si me lo ha llenado de baba, pero no hay mucha.

—Ha sido placentero —dice—. Cuando os veía estornudar, no entendía bien la sensación... pero es más bien de gustito.
—¿Has oído, Afrodita? —dice Duch—. ¿Afrodita? ¡Energía dice que estornudar da gustito!

Afrodita dice que qué bien, apenas con hilo de voz, arrastrada por Ánima. Puede que nos hayamos pasado con la morfina.

—Se me ocurren dos chistes con eso —dice Social—, pero son todos sexuales.
—¿Alguien estornuda y piensas en sexo? —dice Duch—. Estás enfermo.
—Social —digo—, ¿has vuelto a mascar esas hojas?
—Sí.
—Tienes que racionarlas más. ¿Y si cuando llegamos no te quedan? ¿Y si las necesitas?
—¿Quieres calmarte? —dice él—. Las hojas me las han dado a mí. Son mis hojas.
—Pero tienes que...
—Cuando me queden pocas las guardaré. Pero déjame vivir el momento, ¿quieres?

Delante, Jacob sigue en silencio, una figura negra rodeada por la luz del sol, que cada vez más se abre paso entre las hojas que tapan el cielo. No puedo ver lo que hay más allá, de hecho, porque la luz me ciega, es de día en todas partes, pero ahora descubro que en la jungla, en comparación, casi parece de noche. Enaí, las estrellas que le susurran en sueños... Pienso en Jacob, en sus ojos azules, su barba, su cara huesuda y llena de arrugas... Pienso que somos nuestros recuerdos. No sería yo si no recordase mis batallas. Si no recordase que tuve una hermana.
Cuando la tigresa llega al límite del bosque, se detiene, agacha la cabeza y las patas delanteras, Jacob se baja y coge sus dos bolsas, su palo, coloca cada una a cada extremo de la vara y se las echa a la espalda. Animal y persona chocan frentes, incluso diría que la fiera sonríe tanto como el hombre. Sin dirigirnos la mirada, el animal salta por encima de Jacob y desaparece pronto entre los troncos jóvenes y los helechos. Jacob coge aire, despacio, lo echa a la misma velocidad, lentamente. Da el primer paso.
Un extenso verde amarillento, repleto de matojos, algunos árboles y numerosos ríos que desembocan en el mar que hay cerca, todo cuesta abajo hasta que llegamos a la depresión del valle. El mar está más allá de las primeras rocas, pero aún no puedo verlo. A lo lejos están las montañas. Negras y silenciosas, como si allí diera igual que el sol ilumine. Jacob retrocede hasta Aristóteles, que acaba de pisar el valle, y se monta detrás de Eissen, aún con la vara y las bolsas cargadas en su espalda. Eissen, torpe, palmea al caballo, para que se coloque donde podamos verle todos.

—Una vez exploré más allá de este valle con Onubagan —dice Jacob—. Cerca de la costa hay un paso que atraviesa las montañas, y después, unas cuevas. Yo no sabré guiaros ni en esas cuevas, ni en adelante.

Dirigimos las monturas hacia el sur, por la pradera, a un paso relajado. Poco a poco, dejamos de caminar en fila, y nos vamos abriendo a lo largo del terreno, como si fuéramos una flota, o pequeñas islas que se mueven. El mar está tranquilo y claro a mi derecha, y varios metros al frente puedo ver liebres a lo lejos, que escapan de nuestro trote, y a lo lejos escucho graznidos de pájaros, que beben en el río que está a lo lejos. Todo eso me da tanta hambre...

—¿Qué haremos cuando liberemos a Madurez, Luchadora? —dice Energía.
—Matar a Dante. Recuperar nuestro hogar.
—Ya, supongo. Pero... ¿tenemos un plan?

No. De esas cosas se encargaba Razón. Veo sus ojos azules cerrarse, en la hierba del jardín, hasta que sacudo la cabeza y me quito esos pensamientos.

—Si liberamos a Madurez, Dante irá por nosotros, Luchadora. Necesitaremos un plan contra él.
—Tú casi le derrotas en la selva.
—Solo le sorprendí, y la próxima vez estará preparado. ¿Quién sabe si podrá leerme aunque no tenga pupilas?

No me apetece pensar sobre Dante ahora, prefiero pensar que estamos bien, con provisiones, sin Repar pero con Jacob. El primer río que cruza el valle se divide en varios brazos anchos, pero de poca fuerza, que las monturas cruzan sin mayor problema. Acordamos entre todos comer aquí, porque ya es casi por la tarde, así que bajamos, cogemos cada uno un par de frutas y nuestra cantimplora de piel, y nos sentamos en la hierba. Hemos empezado a comer, cuando un pájaro se posa en medio del círculo, con los ojos aguamarina, pero sin mucha intensidad, y cuando miro los ojos del cuerpo de Energía, también los tiene brillantes, pero puedo ver las pupilas y el blanco de los ojos de lo quien una vez fue Lisa.

—Jacob, por favor, intenta leer la mente de este pájaro.

Según Energía habla desde su cuerpo, el pájaro también ha piado, exactamente el mismo tiempo. Jacob se acerca, poco sorprendido por las habilidades de Energía, y lo toca.

—No puedo hacerlo. Tiene como una barrera. Mis poderes son muy simples, no pueden compararse a los tuyos, supongo que es normal.
—Atrápalo, Jacob.

Según Jacob coge el ave y la acoge con cuidado entre las manos, Energía devuelve todo su brillo a sus propios ojos.

—Ahora puedo leerle —dice Jacob.
—Y yo no puedo poseerle.

Me parecerían interesantes esos experimentos si no me inquietasen profundamente, siempre he sido de combatir con la espada y de cara, nunca poseyendo cuerpos. El antiguo Humilde no tenía nada que ver con los animales, tan solo era un joven que iba a su aire, ni siquiera estoy segura de que representase correctamente la humildad de un Mentes más joven.
Oímos un chillido estridente de la Señorita Lorraine, que ha empezado a sacudirse y está asustando al resto de caballos. Choca la barbilla contra las rocas del lago, mueve la cabeza a un lado y a otro, comienza a correr hacia el mar, con algo verde enganchado en la parte derecha de su cara.

—¡Se ha enganchado con una planta! —dice Eissen.

Corro hacia la jabata, para cabalgarla y calmarla desde el lomo, Eissen corre a mi lado. Se mueve con tanta brusquedad, y corre tan rápido, que no sé cómo voy a hacerlo. Entonces comienza a aminorar el paso y se queda quieta, salvo algún que otro gesto brusco. Oigo un sonido detrás, en la hierba, porque Energía ha caído de rodillas. El brillo de sus ojos tiembla entre tenue y ninguno. Eissen ha seguido corriendo y retira la planta del colmillo y el hocico, una pasta verde viscosa, y la tira de nuevo al río, está temblando de asco. Desde el corrillo nos preguntan si todo va bien, y levanto el pulgar hacia arriba. Stille está trayendo de vuelta a su caballo, Duch a lo lejos parece que acerca a Aristóteles y a Ánima. Ayudo a Energía a incorporarse, según su brillo vuelve a la normalidad, y caminamos hasta la gorrina. Cuando voy a subir, Lorraine me tira al suelo, de un empujón.

—¿Se puede saber qué problema tienes, asquerosa?

Lorraine me bufa, yo me levanto y la golpeo, ella chilla e intenta empujarme otra vez. Eissen nos manda callar, al otro lado de la puerca. ¿Por qué iba mandarme callar? Enfadada, voy a asomarme para mirarle con despecho, entonces veo una figura cerca de la playa, un hombre de piel oscura con una lanza en la mano. Es Jil Ehrad. 
Jil nos mira como si viese fantasmas, con un corte en el brazo que aún sangra. Le miramos a él, quietos.

—Jil... —dice Eissen—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Con el pelo desaliñado y caído hacia uno de los lados, Jil sigue sin responder. Coge aire, parece que va a hablar, entonces mira a otra parte cerca de nosotros. Está mirando a Energía. Él abre aún más los ojos, comienza a caminar hacia ella, y extiende los brazos. Aún tiene la lanza en la mano.

—Mi niña, ¿estás bien? —dice—. ¿Qué te ha pasado?

Miro a Eissen, que mira a Jil con la cara pálida. Jil se sigue acercando, caminando con cautela hacia Energía, con media cara sonriente, y la otra media, preocupada. Según se acerca, ella retrocede, despacio.

—¿Dónde están tus hermanos, cariño? —dice.

Ninguno de los tres responde. Hay un charco de sangre, en la roca antes de caer hacia la oscuridad de la grieta, en la selva, y en esa grieta hay un cadáver. Hay un corte en el cuello de Energía, ya cicatrizado. Ese corte es mi responsabilidad, yo debería hablar, decirle, Jil, yo maté a tu hija. No puedo decirle eso. No pensé ver a Jil en mucho tiempo. Jil sigue avanzando, hasta estar a mi lado, y Energía retrocede, despacio, sin dejar de mirarle.

—Cariño... ¿Por qué no me abrazas? ¿Qué le ocurre a tus ojos?
—Jil... —dice Eissen, pero calla al instante.
—¿Qué, qué pasa? —Me mira—. ¿Qué pasa? ¿Qué le pasa a mi hija?

Energía sigue callada, con los ojos brillantes aguamarina. Las manos de Jil se tensan alrededor de su lanza.

—¿Qué le pasa en los ojos a mi Lisa? —grita—. ¡Lisa!
—No es tu hija —digo, casi susurrando.

Me tiembla la mandíbula. No puedo mirarle a la cara. Afronta la situación, afróntala, sé responsable.

—Jil... Soy yo, Energía. —Su voz es suave—. ¿Me recuerdas?
—¿Qué haces en el cuerpo de mi hija?
—Tu hija ya no está —dice Eissen—. Lo siento.

Él nos mira, varias veces, según nos apunta a Eissen y a mí con la lanza, muy tenso. Está respirando muy fuerte. No puedo evitar seguir la punta afilada de su lanza, y sé que no podré contenerme si ataca, sería un enemigo, no puedo convertir a Jil en enemigo.

—¡Dante la mató!

Encuentro a mi boca hablando palabras que yo no diría. Solo miro a la punta de su lanza, pero siento el peso de todas sus miradas. Escucho ruidos desde el campamento, pero no pueden vernos por culpa de Lorraine.

—Dante secuestró a tus hijos —digo—. Obligó a Lisa y a Yod a que peleasen contra nosotros, y cuando se negaron, los mató. Solo pudimos recuperar el cuerpo de Lisa, íbamos a entregártelo, pero después de que Los Creadores nos atacaran y tuviéramos que huir, Energía lo utilizó para sobrevivir.

Jil se queda quieto, pero está temblando, su lanza ha caído al suelo. Me atrevo a mirarle a los ojos, solo para ver su mirada quebrarse y perderse, y lentamente, como un gólem de hielo que se derrite, queda arrodillado en el suelo y se tapa la cara. Su llanto corta como una hoja mi espíritu de bambú, sus gritos me llenan el cuerpo de vacío, de ninguna cosa. Así me quedo, quieta, mirando a las montañas, dejando que su dolor me retuerza la espina dorsal, porque es mío, es mi carga. Eissen me llama, pero apenas puedo oírle. Me agarra del brazo, me lleva varios pasos más allá, lejos de Jil y de Energía, y me recuerda lo que ya sé, que he mentido.

—Es como dijiste —susurro—. En lugar de crearnos nuevos enemigos, debemos encontrar todos los aliados que podamos.

Eissen me mira de cerca, serio, no me aprueba, tampoco me desaprueba. Diría que ha sonreído, durante un instante, pero no estoy segura.
Sé que yo he dicho eso solo porque sé que ha salido de mi boca. Pero es verdad, necesitamos toda la ayuda que podamos contra Dante.

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¡Ding! El metal de la olla resuena cuando, por fin, encesto la piedra dentro. Llevaba ya catorce fallos seguidos. Epón me mira, extrañado, yo saco otra piedra del saquito que formo con la camiseta y se la ofrezco, para que se anime a tirar, pero él se niega, casi asqueado.

—¡Madurez! —grita Dante, desde el piso de arriba.

Del susto me levanto, y me doy prisa, cojo la olla, tiro por la ventana todas las piedras que llevaba anotadas, tiro las que quedan en la camiseta, algunas se me caen al suelo, las recojo, las tiro y lanzo la olla hacia la mesa, y casi la tiro más allá.

—¡Madurez!
—¿Sí?

Me limpio la camiseta del polvo. Dante no contesta, pero le oigo bajar. Mientras, compruebo que todo lo que he cogido está de nuevo en su sitio. Hay dos piedras bajo la mesa. Dante abre la puerta del comedor, me mira y luego mira la olla, que ahora la tiene Epón sobre las manos.

—¿Qué hace eso ahí? —dice Dante.
—Iba a colocarla, señor.
—Pues colócala ya.

Epón se marcha hacia la cocina, tan rápido que da pequeños saltos. Dante está raro, sus pelos están suspendidos hacia arriba, como si no tuviesen gravedad, y de entre sus manos se filtra un humo blanco, que viene de la gema azul, ahora iluminada de blanco. La guarda en el bolsillo, suspirando, parece agotado, y se acerca a mí. A ver qué quiere ahora...

—¿Has entrado en mi habitación? —dice.
—No, ¿por qué?
—Madurez.
—Es verdad, ¿yo por qué iba a...?
—¿A descolocarme mis libros, a lo mejor? —grita.

Tiene una mirada de enfado monumental, y sus pupilas y sus iris tienen menos color de lo normal. No parece él.

—Bueeeno, bueno —digo—, no te pongas así... Solo abrí la puerta para ver si estabas y la cerré.
—¿Y en el proceso se descolocaron mis libros?
—Yo qué sé, puede, déjame en paz.

Dante agarra mi hombro, au, au, me está haciendo daño. ¿Quién se ha creído? Sus pupilas no son negras, son grises, es como si estuviese muerto.

—¿Has leído esos libros? —dice.
—No, ¿vale? Solo los hojeé, para ver si tenían dibujos. No pensé que te darías cuenta.

Espero que se lo crea. Lástima que después de esto, no los haya entendido. Hablaban de cosas raras.

—Madurez, no puedes leer esos libros. —Ahora está mucho más calmado, y no me aprieta—. Durante toda la semana has estado cambiando las cosas de sitio, correteando de un lado a otro, te has colado en el sótano sin mi permiso varias veces, y ahora esto.
—¿Y qué quieres que le haga si estoy sola? ¡Puede que esté sola para siempre, por tu culpa!
—Mira, sabes que no es verdad —dice—. Y estamos hablando de que tú te has colado en mi habitación.
—Sí, y tú me estás raptando.

Se me queda mirando, con los brazos cruzados, y ojalá se quedase así siempre y no hablase nunca. Los pájaros son mucho más agradables para escuchar, aunque no pueda verlos de cerca porque estoy confinada en esta mierda de torre.

—Ven —dice Dante.

Baja las escaleras que llevan al vestíbulo, yo bajo con él, a regañadientes. Pero Dante no sigue bajando, hacia el sótano, ni va hacia el baño, sino que camina hasta la puerta principal. Dos enanos, al verle, abren las puertas, y él las está cruzando. Me ha pedido que le acompañe, fuera.
No estaba acostumbrada a tanta luz, y me cuesta mirar hacia todas partes. Más allá de la torre, el suelo es verde de hierba, ¡verde, y blandito! Hay algunos árboles cerca, no muchos, y hay uno caído. Poco a poco, el bosque negro se va volviendo más espeso, e incluso cubre la montaña. Desde aquí abajo, la perspectiva del terreno es muy diferente, me da la sensación de estar aislada de cualquier cosa, que las montañas y el mar nos rodean por completo. El aire es limpio...
Vamos, me dice Dante, que ha girado hacia la izquierda, hacia el acantilado. Va por un camino estrecho de tierra húmeda, y si me resbalo caeré metros y metros a un lugar tapado por palmeras y árboles, y él sigue caminando, hasta que se para frente a una puerta de piedra. La empuja, haciendo fuerza, y me pide que pase dentro.
¡Qué chulo! Es una sala cavada dentro de la roca, de paredes tan pulidas que me da grima tocarlas, semiesférica. Hay una mesa de madera, muy, muy vieja, también una silla que parece que va a romperse sola, y varios estantes en las paredes. En algunos hay libros, en otros hay conchas y otros objetos marinos, también hay piedras preciosas o brillantes.

—¿Qué es este lugar? —digo.
—Pertenecía al que vivía antes en esta torre —dice.
—¿Y por qué me lo enseñas?

Me dice que lea los libros que hay en los estantes, que eso me mantendrá entretenida, y que, siempre que me acompañe Epón, podré venir aquí y que me dé el aire. Dice que no se la juegue, porque me encontrará.

—Que sí, que sí —digo.
—Te estoy dando mucha libertad trayéndote aquí.
—Lo sé, gracias.

Dante, que ya se iba, se da la vuelta. Como está a contraluz, no puedo seguir mirando sus ojos descoloridos.

—No hay de qué —dice—. No rompas nada, ¿vale? Todo es muy frágil y antiguo.
—Lo intentaré.
—Y nunca cierres la puerta tú, que lo haga Epón. Podrías caerte.

Dante se va. Digo aaaah, aaaah, fuerte pero no mucho, para ver si hay eco. Canto una nota alta y larga, otra grave, pero nada, me escucho igual que si estuviera afuera. Miro los libros que hay, no son muy gordos, y los más finos han resistido muy mal el paso del tiempo. ¿Cuánto llevarán aquí? Los acaricio, para ver cuánto polvo tienen, pero están impolutos. Cojo uno al azar y me siento en la silla, que cruje y me asusta, porque me he visto en el suelo. Mi pierna acaba de chocar contra algo. Cojo una máscara enorme de madera y mimbre, con una cara tallada que tiene malas pulgas, y la vuelvo a dejar apoyada en la mesa. Paso las hojas deprisa. Está escrito en un dialecto extraño... pero se parece mucho al nuestro, pese a ser tan viejo, lleno de dibujos. Quizá haya información útil en ellos para que pueda escapar. Empiezo a leer, sobre las hojas y el tallo de una planta, y apenas entiendo lo que dice, debo esforzarme mucho... Clorofila... Paso las páginas más a conciencia. Esto es una guía de plantas. ¿Para qué quiero yo saber sobre las plantas? Dejo el libro, cojo otro al azar de los que se encuentran en mejor estado, y este sí parece que cuenta una historia.
Me fijo que, encima de la mesa, apoyado en la pared, hay un pequeño colgante de oro con forma de estrella.
Pero... no quiero leer aquí. Dante seguro que ya está lejos. Cojo el libro, y salgo, y comienzo a estudiar el terreno. El pasillo para venir hasta aquí, estrecho, lo que hay más allá del precipicio, que lo tapan los árboles, así que no veo nada. Estudio la pradera que hay entre la torre y el bosque negro... Interesante.

—¿Qué hace, señorita?

Del susto he tirado el libro y casi se cae por el precipicio, las páginas se han despegado de la parte de abajo. Epón me está mirando, extrañado, sentado en una piedra, mirándome.

—¡Epón, déjame en paz!

Siempre juzgándome, siempre controlándome para que no pueda trazar mi plan de huida.

—¡Y me llamo Madurez!

En mi habitación, con la luz de la vela, comienzo a leer el libro. Habla sobre una familia, pero no me da muchos detalles sobre la historia. De hecho, no sé de qué va aún, parece que habla de la vida en familia y cómo vivían en cierto sitio. Habla de nombres que no reconozco, seguramente inventados por el autor. Por el contexto, diría que algunos son comidas, otros, animales, y los que más se repiten deben de ser los miembros de la familia, pero están escritos raros, joe, es que me cuesta hasta pronunciarlos... Hennai. ¿Anaya? No. Bah, da igual. Son un padre, una madre y una hija pequeña, y parecen bastante felices. Cultivan, y también salen a cazar de vez en cuando. Cada vez, su casa hecha de troncos se hace mejor, más grande, y más robusta. Hay una pausa de casi un año, y el padre cuenta que ha encontrado su hija en el bosque, después de haberse perdido durante una noche y un día. Parece que empezó a perseguir a un conejo y no supo volver... pobrecita. Pero parece que está bien. No parece mala historia, la verdad, pero no está contada de forma que enganche, el padre lo comunica todo muy serio, sin emoción. Incluso algo supuestamente bonito, como es que vayan a tener otro hijo, lo dice de forma sosa. Y lo que sigue es poco destacable, tan solo cuenta mejoras que hicieron a la casa para adaptarse al nuevo número.
Oh, no... Hennai ha muerto. Pariendo a dos mellizos. Qué me dices... Ahora el padre está solo, y tiene que cuidar a sus hijos, y ni siquiera sabe cómo alimentarlos. No querría estar en su situación nunca.

—¡Señorita, a cenar!

¡No! Ahora no quiero dejar la historia, así que en cuanto acabe, subiré y seguiré leyendo. Cuando bajo, Dante ya está en la mesa. Me pregunta sobre los libros, y yo le hablo de lo aburrido que es leer sobre plantas, y él ríe. Dice que es mejor que no hace nada, y me indica que hay libros más interesantes que ese. No me mira, en ningún momento. Así no puedo ver sus pupilas grises... Mientras comemos, veo cómo el cocinero lleva el plato de Orfeo al sótano, donde seguro estará trabajando duro con sus encargos de herrería.

—¿Puedo ver a Orfeo cuando acabe de cenar?

Dante mastica con parsimonia el pan que se acaba de meter en la boca, mientras sigue cortando la carne de un animal que nunca había probado antes. No se está apresurando a contestar, precisamente.

—Solo si yo te acompaño.

Tampoco se da prisa en acabar la cena, me ha mandado callar como cuatro veces hasta que se ha levantado, el muy pesado. En las escaleras, por fin, él lidera la marcha. No me gusta que Dante quiera acompañarme abajo, y mucho menos con el pelo suspendido, y con los ojos de muerto... me da miedo. Quiero ir sola, y mirar bien todo, quiero aprender a librarme de esos enanos para que Orfeo pueda escapar. Además, no basta solo con eso, también tengo que impedir que nos cojan después, y creo que eso va a ser lo más difícil. Hoy hay mucho más ruido en la forja, me tapo los oídos enseguida. Los enanos corretean de un lado a otro, repletos de hollín, siempre cargados de piedras o de herramientas. Hace más calor que de costumbre, tanto que han abierto una gran puerta de metal que hay al fondo. No han pasado ni unos segundos y ya estoy sudando en este estúpido lugar, y la pulsera de metal que Dante me obliga a llevar me irrita la piel.

—¿Por qué hay tanto movimiento hoy? —pregunto.

Dante me pide repetir con un gesto. Por más que grite, se oye lo mismo.

—Ahora lo verás —dice.

Dante sonríe. Seguimos bajando, no por la ruta habitual para ir hasta su habitación, bajamos hasta el punto más caliente y ruidoso de la forja, donde los enanos crean varios tanques de metal, y el humo se mete en mi nariz y me hace toser con un sabor amargo. Me lloran los ojos, o puede que sea sudor.
Orfeo está allí, abajo, con unas esposas extrañas y muy grandes en las muñecas, pero la cadena es larga y al menos puede mover los brazos con libertad. Tiene un arma en la mano, una pistola grande que coge con las dos manos, y apunta hacia una plancha gruesa de metal que está doblada y deshaciéndose por el calor, roja candente, pero no hay ningún fuego cerca de ella.
Dante levanta el puño, y poco a poco, todas las máquinas dejan de hacer ruido. Con el brillo de los fuegos apenas es perceptible la capa de niebla que cubre sus ojos. Sigue con el puño en alto, hasta que solo hay silencio en toda la forja, pero el calor permanece.

—¿Cómo van tus pruebas? —dice Dante.
—Van bien, señor, pero sigo haciendo calibraciones. Creo que pueden ir mejor —dice Orfeo.
—Ay, Orfeo, Orfeo...

Dante se acerca al chico y apoya las manos en sus hombros, desde la espalda. Noto cómo el chico se estremece, o se asusta, cuando Dante le toca.

—Siempre supe que me serías útil. Lo supe desde el principio. Cuando esto acabe, juro que te compensaré. Lo juro. Ahora enséñame.

Orfeo se limpia la frente con el antebrazo y coge el arma. Está tenso. Me doy cuenta de que sobre la mesa de trabajo que hay cerca, la piedra azul de Dante está ahí, quieta, sin dueño. Si corro, quizá pueda cogerla, y convertirme en lo que Dante es ahora...
Me sobresalto cuando Orfeo aprieta el gatillo, y un destello blanco, cercano al lavanda, sale como un láser en línea recta, de un sonido que no se oye pero colapsa el oído, impacta en la plancha gorda de metal... y siento cómo se estremece, cómo se deshace. Orfeo sigue disparando, y el rayo se mantiene, y cuando para por fin, la plancha no es más que una bola rota y retorcida, e incluso ha fundido parte de la pared de piedra y metal que hay detrás.

—Lo... lo siento, señor... por la pared —dice Orfeo.

Dante no dice nada, solo sonríe, fijo en la plancha deshecha del suelo, con las manos aún en los hombros de Orfeo. Echa la cabeza atrás, y comienza a reír de forma exagerada, separando cada risa, como un villano de película.
Quiero creer que algún también perderá y pagará por sus actos. Quiero creer que alguien acabará con él.

—¡Eres un genio, muchacho! ¡Mucho, mucho mejor que tu padre! Te doy una gema y tú me construyes maravillas con ella. ¿Podemos implementar estas armas en los cañones?
—Sí... sí. Pero tienen que ser más grandes.
—¿Cómo has dicho?

Dante le mira desde atrás, serio. Orfeo en seguida se da cuenta de algo, y agacha la cabeza.

—Sí, señor.
—Así me gusta.

Dante se aleja del chico y comienza a hablar con un enano de ropa diferente al resto, pero igual o más sucio. Debe de ser el jefe, porque están hablando sobre unos planos que hay en la mesa. Yo miro a Orfeo, a ver si me mira, pero no lo hace, por eso le chisto. Tiene cara de cansado y de triste, el pobre...

—Orfeo. —Le susurro, le enseño el pulgar hacia arriba, y le sonrío—. Muy bien.

Él levanta los hombros, serio.

—¿Para qué quiere las armas? —susurro.
—¡Chico! —grita Dante—. ¿Cuántas armas podremos fabricar?
—Depende de los materiales —dice Orfeo.
—Tenemos lo que ya has visto.
—Si colocamos un cañón por tanque, para diez tanques.
—¿No puede ser para doce?

Orfeo duda.

—Puede, pero los cañones serán algo menos potentes.
—Me sirve. Para doce.

Dante se vuelve hacia mí y me indica que ya se ha acabado el tiempo.

—¡Pero quiero hablar más con Orfeo! —digo.
—El chico está ocupado hoy.

Me quedo quieta según Dante camina, entonces él me llama, gritando muy fuerte, sin siquiera haber mirado atrás, y corro hasta alcanzarle. Cuando miro a Orfeo, antes de subir las escaleras, él me está mirando. Tengo que sacarle de ahí.
Desde mi cuarto, vuelvo a escuchar ruidos desde afuera. Salgo y me asomo a la ventana, pero sigo sin distinguirlos bien. No son las sierras de la forja, que también se escuchan muy apagadas, ni tampoco son pájaros, ninguno que yo conozca. Según afino el oído, parece que oigo aullidos. Sí, yo he oído esto antes, desde la celda, recuerdo que Lisa los llamó aulladores. No sé qué es eso, pero no me gustan. La noche que les escuché, tardé en dormirme, y si sigo pensando en ellos, también lo haré hoy. Hay algo en ese aullido que me inquieta.

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