21 de enero de 2018

El ermitaño está vivo.


Por fin veo la luz del sol a través de los troncos de los árboles. Por fin, después de días vagando en este infierno de jungla, voy a poder descansar en paz. Los mosquitos me han acribillado, esa araña me abrasó la mano, pero al fin podré irme de aquí. Estoy tan cansado... Una jungla exuberante, llena de alimento, y apenas he podido coger nada. Echo un vistazo atrás a los árboles resbaladizos y los cientos de gorjeos que se esconden entre sus ramas. Ojalá sea el último de los vistazos. Cuando avance los cien metros que me quedan, no volveré a pisar este lugar maldito. No volveré a escupir hormigas cuando me despierte en la noche.
Me invade un malestar profundo desde dentro del pecho, cuando se me ocurre pensar qué cosas sí volvería a hacer cuando mate a Dante. Recuperar la normalidad, he llegado a pensar. No camino, y durante unos segundos se me olvida respirar, me cuesta mucho coger un poco de aire. No importa cuánto bloquee ese pensamiento, siempre vuelve, venga, por favor, vuelve adentro, no quiero pensar en ello. Por favor.

Es una sensación casi de morbo, como si de verdad disfrutase con mi tortura. No quiero pensar en ello, no puedo, no soy capaz, pero lo estoy haciendo. Es como si mi regeneración física hubiera degradado mi capacidad para protegerme, pero no puedo regenerarme mentalmente. Eso a mi cuerpo le da igual... de la misma forma que si fuera un mal físico, me entrego al dolor que supone ser la última mente sobre la tierra. Venga, escóndelo.
Estoy solo.
Venga, escóndelo.
Matar a Dante. Arrancarle los ojos de sus cuencas y tirar de ellos, cuando él todavía esté vivo.
Eso, de una forma macabra, alivia el dolor, y me ayuda a olvidar. Una voz dentro de mí pregunta si de verdad ha sido Dante o estoy suponiendo demasiado, y el dolor vuelve. Ya lo dijo Fuego: Dante le engañó de las cuevas, lejos de los ojos y oídos de Desánimo. La propia luna dijo que le pierde siempre en algún lugar al sur de la Tierras Inexploradas, desde hace bastante tiempo. Y ahora Mentes, en casa de su madre, malvive sin salir de casa, y yo no le estoy controlando, lo que significa que alguien más vivo hay, pero tiene un comportamiento que no reconozco. Y tiene que ser el de Dante.

Ya puedo volver a caminar, el dolor ha vuelto dentro. Ya puedo respirar más o menos de forma tranquila. Cuando me incorporo y me sacudo la tierra de las rodillas, me doy cuenta de que hay rastros de tierra húmeda pulverizados entre mis dedos, y varias marcas en el suelo. Continúo caminando, pese a que el estómago me ruja como me ha estado rugiendo estos días atrás. La jungla se acaba y comienza de golpe un valle, repleto de hierba, algún que otro árbol, y varios ríos que lo cruzan, sí, que le den a la jungla, por fin algo bonito. Se extiende a lo largo de kilómetros, así que voy a tener que seguir caminando. Jil me comentó que después de cruzar esas montañas que hay al final, unas montañas enormes, a través de un paso que hay cerca del mar, estaré mucho más cerca de llegar hasta Dante y poder acabar con él por lo que ha hecho.
Creo que Jil me mencionó que encallara el bote en esta latitud, pasada la jungla... bueno, da igual. Desde luego, ahora me encuentro muy, muy lejos del mar. Miro mi piel blanca, luego miro el sol... Miro hacia los lados, pero nada va a protegerme. Atravesar este valle va a ser muy doloroso. Cierro los ojos, suspiro con exasperación, y vuelvo hacia la jungla otra vez. Busco un helecho cercano, y debajo de una de sus hojas, como si me estuviera hablando, hay una piedra larga y afilada, del tamaño de mi mano. La cojo, y comienzo a cortar, cortar, hasta que una hoja se separa. Me guardo la piedra, coloco la hoja sobre mi cabeza y ahora, a la sombra, puedo pasear tranquilo por el valle.

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Acaricio sin parar el colgante dorado, en el que la flecha lleva horas apuntando al mismo lugar en la torre. Estoy un poco nerviosa, porque no quiero que Dante vuelva a pegar a Epón, y aunque le dije que volvería al sótano y lo haría sola, Dante nunca dijo que sí. Este lugar es oscuro, sin ventanas y solo lo iluminan las antorchas. El humo de los hornos sale fuera por unos pequeños agujeros en el techo. Me quito la chaqueta y aún sigo acalorada, y los golpes de los martillos van a estallar mi cabeza, qué agobio. El lugar este donde están los herreros, ¿cómo era? Qué más da, se llame como se llame, este lugar no es para mí. Escucho un enorme chirrido que me hace taparme los oídos, e incluso dejo de caminar. Abajo, unos enanos están cortando metal con sierras mecánicas muy grandes, mientras otros enanos acoplan el metal a una especie de tanque. Eso, si no es un tanque, se le parece mucho, es negro, grande, y pesado. ¿Por qué construirían algo así? Junto a los tanques, varios enanos echan lava a unas planchas de metal. Lava... ¿o es metal fundido?
Busco a Orfeo, cuando los chirridos se hacen más soportables. He ensayado muchas veces lo que le tengo que decir, espero no equivocarme... Le encuentro pronto, en su sala, frente a una plancha de acero muy grande e irregular.

—Hola —digo.
—Hola.
—¿Qué haces?

Orfeo no contesta. Sigue haciendo sus cosas en silencio, tocando el metal, deslizando las manos por él.

—Mido el molde —dice, al final.
—¿Qué es un molde?
—Por favor, no me distraigas...
—Lo siento —digo.

Cuando me doy cuenta, tengo los puños muy apretados, y también aprieto mucho la mandíbula. Decir esto es como si lanzara una roca ladera abajo en la montaña, pero él no me hace caso. Tampoco es eso, ¿sabes?

—Lo siento —repito.
—¿Qué es lo que sientes?

Aquí va.

—Siento haberte hablado así. Siento lo que les ha pasado a tus hermanos. —Las lágrimas me están impidiendo ver bien—. Cuando ayer te dije eso, no lo decía en serio.
—No importa...

Sigue igual de quieto, pero más allá de su espalda, noto que ha dejado caer la cabeza. Y yo... ¿por qué tiemblo, así?

—¡Yo también he perdido a mi familia!

Rompo a llorar y me arrodillo en el suelo, estoy quedando como una tonta, lo sé, pero no puedo evitar seguir haciéndolo, hacer el ridículo es algo diminuto comparado con los que se han ido. Y yo estoy tan lejos de ellos... Sé tan poco sobre ellos, que no sé bien qué creer. Cuánta esperanza tener. Abro los ojos de pronto, cuando noto su brazo rodear mi espalda. Él está a mi lado, de rodillas, rodeándome con el brazo. A una desconocida.
Poco a poco, me voy tranquilizando. Cuando no puedo respirar, él me acerca su pañuelo, algo negro por el hollín.

—¿Por qué me ayudas? —digo, casi sin pronunciar.
—Estás triste.

Desde aquí, el ruido de los martillos y las sierras se escucha apagado, pero hace más calor, por la forja que hay junto a nosotros. Aunque esté dejando de temblar, las lágrimas no paran de caer. El pañuelo de Orfeo ahora solo es una bola sucia.

—¿Qué ha pasado? —dice—. ¿Han atacado a las mentes?
—Sí.
—¿Quién?
—No lo sé.

No paro de escuchar en mi cabeza la misma frase.

—Traté de avisarles —digo—. Es lo que me dijo Dante. Dijo, traté de avisarles.
—Ya...

Orfeo asiente, cabizbajo.

—¿Es que sabes algo? —digo.
—No. Pero a mí también me dijo algo parecido. Me dijo que antes de matar a las mentes, Lis... mis hermanos y él les avisarían.
—A tus hermanos les dijo que las mentes morirían con una sonrisa, y ayer Dante me lo dijo defraudado.
—Parece que Dante cambia de bando según con quién hable.

Orfeo se levanta y se apoya en la forja, mirando de nuevo el molde. Le da un golpe muy fuerte, que me pone de pie de inmediato, y me le quedo mirando, porque está muy tenso.

—Nunca debimos haberle escuchado —dice—. Los planes por venganza nunca salen bien. Ahora es demasiado tarde.
—¡No! ¡No, Orfeo! Estoy ideando un plan de huida. Escapémonos.
—¿Y mis hermanos? Ellos ya no podrán escapar.

Yo... no sé qué decir. Las palabras de Dante se repiten una y otra vez y me impiden pensar.

—Para ti no es tarde —digo.
—Para mí también.
—¡Qué va!
—Es verdad. ¿Has visto a esos enanos de allí?

Señala hacia afuera, donde los hombrecillos trabajan el hierro. Tal y como Dante les trata, y viviendo donde duermen, aquí, lleno de suciedad y sin apenas ver el sol... Parecen esclavos. Recuerdo la paliza que le dio Dante a Epón, ayer.

—Sí... me dan un poco de pena.
—Pues no deberían. En cuanto salga por esta puerta, tienen órdenes de matarme con cualquier cosa que tengan a su alcance.

Camino hacia la puerta y me asomo para verles, tan trabajadores, tan callados. ¿Cómo podrían ser capaces de matar a un niño? De pronto, ni Epón ni ninguno de ellos me da lástima. Dentro de la sala, cerca de la forja, hay una cama fea e incómoda encima del suelo, donde vive Orfeo. Ya me extrañaba que no le hubiera visto en la planta de las habitaciones... Fuera, otra vez, a lo lejos, veo al enano cocinero trayendo la comida que seguro será para él, y más lejos aún, junto a la puerta para subir, está Dante, apoyado en la pared. Mirándome, con los brazos cruzados. Mal asunto... Muy, muy mal asunto. Tengo que escapar de aquí, pero no puedo irme sin él.

—Pero Orfeo, si yo ideo una manera de escapar, ¿escaparás conmigo?
—Los enanos me matarán.

El cocinero se está acercando.

—¿Y si también me encargo de eso?

Él me mira.

—Entonces sí.

Sonrío, y le asiento, mientras me voy. Ahora debo averiguar cómo ocuparme de todas estas cosas... No quiero que me vuelvan a coger más. La próxima huida debe ser la mejor.

—¡Por cierto! —grito desde lejos—. ¡Me llamo Madurez!
—¡Lo sé! —dice desde dentro.

Sigo caminando hacia la puerta, contenta. ¡Ha dicho que se escaparía conmigo! Miro a Dante, apoyado en la puerta, cada vez se distingue mejor su cara de enfado. Sé que me va a regañar, pero intentaré adelantarme.

—Refuerzo positivo —le digo desde lejos, antes de que me diga nada.
—¿Qué?
—Refuerzo positivo. Si dejas que Orfeo y yo hablemos, estaremos menos solos, estaremos más contentos, y trabajaremos mejor.
—Tú no trabajas.
—Pero me portaré mejor.

Arrastro la puerta de piedra que lleva a las escaleras, sin su ayuda. La verdad es que pesan que no veas... Dante me sigue, detrás de mí. Seguro que haberme esperado en el sótano ha ensuciado de humo su brillante chaqueta blanca. Ojalá.

—¿Ah, sí? —dice—. ¿Te portarás mejor? ¿Y seguirás intentando huir?
—Pues sí —digo—. Y seguro que a la próxima ya no me coges.

Hace como si se riera, pero no se está riendo. No miro atrás, pero me le imagino con la misma cara de amargado con la que ha estado los últimos días. Le entiendo, en parte... Pero ha sido culpa suya. Y nunca se lo perdonaré.

—Escucha, Madurez...
—¿Sí?
—Sé que Social está vivo.

Cuando me giro, la luz de la última antorcha le da de lleno en la cara. Social... Al menos uno, entonces, sí puedo tener esperanza. Cuando me doy cuenta, llevo un rato mirándole, con la mano quieta en el pomo de la puerta hacia el vestíbulo.

—¿Cómo... cómo...? —digo.
—Para concentrar a Mentes en la lucha contra Miedo, le hice meditar, y que dejara de ver a sus amigos. Aunque últimamente me está costando mantenerlo, el enlace que me une a él sigue abierto.

Habla de un enlace, pero no le entiendo. Cuando la luz del vestíbulo me da a mí de lleno, le pregunto qué pasa aquí. Me dice que él ahora es el nuevo dios del mundo, y puede modificar algunas cosas. Cuenta que ha desbancado a Los Creadores.

—Pero... —digo—, ¿quiénes son esos? ¿Qué dices?

Él suspira. Me dice que le siga, así que camino detrás de él, escalón a escalón, hasta que abre la puerta que lleva a las habitaciones, y luego, la que lleva hasta la su habitación. Es bastante más austera de lo que imaginaba, hay una cama, una mesita con dos libros y una vela, y un banco con ropa encima. Enciende la vela, y, casi pareciendo agotado, deja la gema azul sobre los libros. Me hace sentarme a su lado, en la cama, y me cuenta que hace años, él y las mentes mataron a un enemigo muy poderoso que estaba haciendo mucho daño, el padre de Luchadora, se llamaba Sever. Contó que, al contrario de lo que las mentes esperaban, Sever no era el origen del mal en el mundo. Un ser llamado Mar...

—¿Mar?
—¡Mal! ¡Eme, a, ele!
—Ah.

Ese ser era el culpable de todo, al parecer, y dice que Miedo es en realidad el propio Mal, como si Miedo fuera su forma en la tierra o algo así. Para derrotarle, dice, hace falta tener el poder de un dios, el poder de Los Creadores.

—Pero eso no existe.
—Los Creadores existen, chiquilla. Son tres máquinas, y sus poderes combinados igualan a los de un dios. Tienen el poder de hacer que te pique la nariz y de decidir si te la vas a rascar. Pero esto... —Coge la gema azul, de nuevo—. Les ha arrebatado su poder, y me lo ha dado a mí.
—¿Puedo tocarla?

Parece peligroso, pero si me convierto en una diosa, le lanzaré por el precipicio y me iré de aquí con Orfeo. Pero me dice que no, y la vuelve a dejar. El poder de un dios, en esa gema...

—¿Quién más sigue vivo? —Le pregunto—. Si eres un dios, tienes que saberlo. Me dijiste que murió gente, Dante.
—No lo sé, ¿vale? Abrí dos conexiones en el pasado porque creí que no necesitaría inhibir a nadie más, y ahora no puedo crear conexiones nuevas, no sé por qué. No sé si Social es el único que queda, o es que yo no soy capaz de concentrarme lo suficiente.

Me siento muy sola. No quiero vivir aquí toda la vida, con Dante diciéndome lo que tengo que hacer. Dante es una mente pésima, me caía bien, pero nos ha traicionado. ¿Nadie va a rescatarme? ¿Voy a estar aquí, sola, con Social a lo sumo?
Me apetece quedarme en mi habitación, tumbarme en la cama y olvidarme de todo. Orfeo. Orfeo también estaría conmigo, al menos.

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No hay viento bajo el destello azulado de los árboles de la jungla. Mi boca se mueve sola, mucho más rápido que mi mente.

—Tú eres Humilde.

El hombre reacciona, mirándome con extrañeza, sin decir aún ninguna palabra.

—Tú eres Humilde —digo—. Pero no es posible. No.

No me quito de la cabeza aquel monstruo gigante, aquella masacre que hubo hace tantos años. Tanta violencia. No me quito de la cabeza ver su cuerpo en el suelo, sobre el charco de sangre.

—Tú estabas muerto. Yo te vi morir.
—Humilde... Humilde, ¿de verdad eres tú?

Social, acabando de masticar una de las hojas de Imica, se acerca hacia nosotros, acelerado. El hombre sigue mirándonos, en silencio, sin inmutarse ante la nueva presencia. Atrás veo a los demás, que se asoman poco a poco desde más allá de la roca, y delante, el tigre comienza a ponerse nervioso. El hombre toca la cabeza del animal y la arrastra con delicadeza junto a la de él, y la fiera se deja. Una junto a la otra, la cabeza del tigre es mucho mayor en comparación. El hombre acaricia los pelos más largos en el cuello de la fiera, con los ojos cerrados, y así los tiene el tigre, que gime despacio y grave mientras el hombre le indica que se calme. Poco a poco, su cuerpo blanco pierde cada vez más altura, y sus músculos se relajan. Cuando el hombre acaba, el tigre echa a correr hacia uno de los lados del claro, salta hacia uno de los árboles, uno particularmente arañado, lo escala y desaparece por una de las aberturas.
Ahora sí, el resto se agrupa detrás de mí. Humilde es una mente antigua, es normal que Energía y Duch no le reconozcan. Afrodita debería poder, pero está apenas consciente y no le ha reconocido, pero yo, cuanto más veo sus ojos azules, más estoy segura de lo que he dicho, pese a que yo vi morir a ese hombre y ahora le veo vivo. Él murió por salvarme. A mí.

—Humilde. Dinos algo, por favor —digo.
—Yo no soy Humilde —dice, mientras me mira—. No conozco a nadie llamado así.
—Pero...
—¿A qué habéis venido, forasteros?

No tiene armas, pero su postura no es amistosa. Cuando se quita el abrigo y lo lanza arriba de una de las rocas, veo un cuerpo fuerte y delgado, ropas de cuero, toscas, pero cosidas con criterio.

—Necesitamos ayuda, Humilde —digo.
—No me llames así, te he dicho que no es mi nombre.

Sus ojos claros no pestañean lo más mínimo. Yo... desvío la mirada, no comprendo lo que pasa.

—¿Cómo puedo llamarte... chamán?

Llamarle así, ahora que le tengo delante, ha sido como nadar a contracorriente en un río. No pensaba volver a verle, no debería volver a verle. Yo le enterré. A él.

—¿Qué más da? —dice, mientras se acaricia la barba—. Decidme qué clase de ayuda necesitáis.
—Necesitamos un guía que nos lleve hasta el sur del continente... —digo—, chamán.
—No.

El hombre aspira profundamente, nos pide que por favor abandonemos su hogar, y camina hacia el fondo del claro. Social ha hecho el gesto de cogerle con las manos, en el aire. Eissen y yo coincidimos miradas, no parece entender tampoco lo que está sucediendo.

—Chamán —digo, mientras sigo al hombre—. Necesitamos llegar hasta el sur de Ashotán Óniros. Podrías... Usted podría guiarnos.
—No soy buen guía, no conozco más allá de la jungla. Y deja ese rollo de usted.
—¿Es que acaso no nos reconoces?

Trepa con pies desnudos la roca, coge una fruta que debería de estar encima, y se sienta en el borde. Mira a Energía a los ojos, un tiempo, mientras muerde la fruta con parsimonia.

—Por favor —dice—. Os he pedido que os vayáis y me dejéis meditar. Quiero ser amable, pero me estáis empezando a molestar.
—Eres nuestra única esperanza —dice Social.
—¿De verdad no nos conoces? —digo.
—¿Debería?

Cuando se echa atrás la melena, la luz azul ilumina un poco mejor su cara. No... no lo entiendo, él es idéntico a Humilde. Pero no es él.

—Somos mentes —digo—. Guías de Gran Cham.
—Sé que lo sois... Y no sé qué se os ha perdido por aquí. Moriréis en un lugar como este.
—Precisamente nos trae aquí la muerte —dice Energía—. Somos los Unucba Nachuza.
—Conozco ese cuento —dice el hombre—. Mitos y leyendas de los Uut. Buenas historias, para aquel con tiempo para oírlas, y yo ya lo he oído demasiadas veces.
—Tú eres una mente —dice Social—. Serviste a nuestro lado.
—¡Ya vale! —dice el hombre—. Me estáis confundiendo con otro, otro que aparentemente murió. No lo volváis a repetir.

El cielo es azul y, menos por el sur, está completamente libre de nubes. La tierra aún sigue blanda, pese a que paró de llover hace horas. Hace algo de aire, mueve mis coletas de tirabuzones y me tapan la cara, no me dejan practicar con la espada. El aire también mueve las hojas del jardín, más allá de la Sala de los Recuerdos, pero al tronco con el que practico no lo mueve, no, porque mientras practico ese tronco no es del aire, es solo mío. Una voz interrumpe el ejercicio desde atrás, y bajo la espada, molesta, hasta que le veo, y veo que es él. Es Humilde. Le pregunto algo que quería sonar a cuánto tiempo llevas aquí pero no... no sé bien qué le he preguntado, ni siquiera sé si ha tenido sentido. Él no dice nada, solo sonríe, y me enseña una rosa, de color brillante. Me la quiere dar... a mí. El tallo no es muy largo, así que, cuando la cojo, rozamos nuestras manos. Comienzo a balbucear, intentando decir algo, y él me detiene con las manos, me ha tenido que detener con sus manos, genial. Y ahora estoy sonriendo como una tonta...
Me dice que no puedo cortar una rosa si no es para darle cierto uso. No entiendo, al principio, pero me explica que, como el tronco está muy cerca del rosal, he cortado una sin querer en mis ejercicios. Pero... eso significa que me ha visto. Que me estaba mirando, a mí. No para de hacerme travesuras, ¿cómo iba a fijarse en mí? Que tontería... Pero esta rosa es preciosa, me la ha dado.
Me la dio. Me la dio, hace más de veinte años. Estoy en el bosque de techo azul, años después, batallas después, masacres después. El hombre ahora está discutiendo con Eissen.

—Fuera. Ya he sido paciente —le dice.

Eissen se sube el cuello de la chaqueta, y le lanza una mirada de furia, mientras se va por donde hemos venido. Duch intenta pararlo, pero él se va, orgulloso. Stille, por su parte, me llama la atención con un chasquido de dedos... aún estoy en aquel jardín. Stille también llama la atención de Energía y de Social, y nos hace con las manos su símbolo para Madurez. Quiere que hablemos sobre Madurez.

—Hay un niño —le digo al hombre—. Una niña, secuestrada.

La mirada del hombre ha cambiado completamente, levanta las cejas, y así puedo ver bien sus ojos.

—Queremos ir al sur para rescatar a una niña de las garras de Dante —dice Energía.

El hombre abre la boca, y mira hacia diferentes lados, con cara de no estar entendiendo. Pero sé que nos ha entendido. Salta de la gran roca y se queda junto a nosotros, de pie, y continúa caminando, incluso sobrepasa nuestro medio círculo.

—Dante —dice el hombre—. Un niño. ¿Por qué no empezasteis por ahí?

El hombre insiste en que nos quedemos, nos pide que nos sentemos alrededor del centro del claro, entre las tres piedras, nos pregunta si queremos comida o agua. Vamos ya servidos en las alforjas de nuestros caballos, pero Social pide, aún así, y le agradece por dejar que nos quedemos. El hombre, de forma tosca, nos reparte fruta y agua en una jarra grande y un cuenco de arcilla, y al final, se sienta en un lado de nuestro círculo, enfrente de mí. Humilde...

—¿Dónde está la niña? —dice él.
—En la torre de Núbise —digo.
—La torre de Núbise está al otro extremo del continente, más allá de las montañas. Queréis un guía, pero yo no puedo guiaros.
—No solo es cuestión de guía, hombre de la jungla —dice Energía—. Necesitamos toda la ayuda que podamos. Dante es muy poderoso, y si el rescate falla, la niña morirá.
—Dante...

El hombre cierra los ojos, y espira profundamente. Parece mucho más mayor que los recuerdos que yo tenía de él, como si, en lugar de veinte, hubiesen pasado para él cuarenta años. El jardín, la rosa. El charco de sangre. Recuerdos que no puedo dejar que me arrastren.

—He oído ese nombre antes —dice el hombre—. En sueños. Las estrellas lloran la partida de sus hijos. Oigo muchos nombres, estos días sobre todo... Pero el nombre que más escucho es el de Dante. Dante, Dante... Y resulta que está vivo, y no sé por qué sueño con él. Es una señal.
—¿Cómo podemos llamarte, buen hombre? —dice Social.
—Jacob —dice Humilde—. Mi nombre es Jacob.
—¿Y siempre has vivido en la jungla, Jacob?

Jacob nos cuenta que nació en esta jungla y casi nunca la ha abandonado, y desde que encontró este claro, se quedó aquí. Un día conoció a Onubagan, el jefe de los Uut, y se hicieron amigos. Jacob le enseñó a combatir y a hablar nuestra lengua, y Onubagan, aunque no podía aceptarle en la tribu, le concedió que fueran amigos. Nos cuenta que siempre ha vivido solo y nunca había vuelto a hablar con nadie, salvo las escasas veces que Onubagan le visitó, hasta que un día trajo a una pequeña consigo, Imica, para que Jacob la instruyera, y él la educó como pudo. Tal y como habla de ella, parece que no le cae muy bien.

—Un momento, Jacob —dice Energía—. ¿Siempre has crecido aquí, tú solo? ¿Incluso siendo niño?
—Nunca he sido niño.

Solo he conocido a unas pocas personas que nacieran siendo adultos, han sido las que menos, y todas fueron mentes. Duch es el único vivo de ellos.

—El primer recuerdo que tengo de mí es aquí, en la jungla —dice Jacob—, tendría unos quince, diecisiete años.

Perdimos a Humilde cuando Mentes tenía dieciocho años. ¿Será posible que su primer recuerdo sea con la misma edad con la murió nuestro Humilde? Es él. Tiene que serlo. Energía me mira con sus ojos brillantes, con cara de sospecha, porque tiene que haber llegado a la misma conclusión que yo. Las manos me tiemblan. Escucho a Humilde correr por los charcos, salpicando, corre de mí porque ha llenado mi cara de barro, no para de dejarme en ridículo, y quiero golpearle con fuerza en el pecho. Este crío inmaduro... este crío inmaduro ahora está frente a mí, vivo, tantos años después. Llega en un momento en el que le necesitamos.

—Os ayudaré —dice—, solo y solo porque una niña corre peligro, y por el nombre de su captor. Habladme de ella.

Le decimos su nombre, y cómo Dante nos traicionó, robó dos artefactos y se fue con ella, como garantía de que no le atacaríamos. Nos pregunta por qué haría eso, nos pregunta quiénes somos. Tras presentarnos, él asiente, se levanta y se va a prepararse para el viaje a un lado del claro. Su cambio de opinión ha sido rápido.

—¿Podemos fiarnos de él? —dice Energía, en lo que Social le indica que hable con menos fuerza.
—¡Pues claro que sí! —digo, susurrando—. ¡Es Humilde!
—No es Humilde —dice Social—, es Jacob.
—Apareció en la jungla cuando murió en nuestra tierra.
—Sí, pero no te olvides de que no nos recuerda, nos ha dado otro nombre... Hay algo que se nos escapa.
—Me preocupa que le interese más Dante que la niña —dice Duch.

Detrás de mí escucho un ruido, a Humilde... a... a Jacob se le han caído unas cosas. Él las recoge, en lo que yo me levanto y camino hacia él. No parece importarle mi presencia. No me ha reconocido.

—Oye... Jacob. —Mi voz tiembla—. ¿Cómo...? Antes has mencionado unas estrellas. Soñabas con ellas.
—Sí. Me hablan por las noches.
—¿Qué significa eso?

Él me mira, a los ojos. Está haciendo gestos de extrañeza, ¿está reconociéndome?

—Tus ojos... —dice.
—¿Sí?
—Son poco comunes.
—Ah, gracias. ¿Te gustan?
—No, qué va, pero seguro que a mucha gente sí.

Seré idiota...

—Oh. Pues no lo sé —digo.
—Me has preguntado sobre las estrellas.
—Sí.
—Ven.

Camina hasta el final del claro, más allá de la tercera roca. Detrás de ella hay un dibujo, de varios puntos, estrellas, supongo, formando una constelación. Alrededor de la constelación, el dibujo de una mujer le da forma.

—Ella es las estrellas. Imica y su gente la llaman Enaí. Nos cuida y arropa desde arriba, y llora cada vez que uno de sus hijos muere.

La imagino llorando la pérdida de todos mis compañeros. La imagino sin poder hacer nada cuando a mi amiga la partieron en dos, frente a la puerta de nuestra casa.

—¿Ella te habla, en sueños?
—Cuando la veo, sé que me he dormido.
—¿Es guapa?
—La más hermosa de las mujeres.

Siento un pellizco de incomodidad hablando sobre esto.

—Imica dice que puedes adoptar la forma de varios animales —le digo.
—Ja. No, no es así.
—¿No?
—Entiendo que Imica te lo haya dicho, porque solía engañarla para que creyera a veces que era un animal. Cuando toco a uno, el animal comprende quién soy, y mis intenciones, y yo comprendo quién es, y lo que ha vivido. Deben de ver algo bueno en mí, porque, cada vez que lo hago, me ayudan. Ellos pueden saber lo que quiero, siempre que les toque. La tigresa que habéis visto es la más grande de los macanas, y la más vieja. Suele venir aquí.
—¿Vendrás al sur con ella?
—No. Ella pertenece a la jungla.

Esperaba que de verdad pudiera convertirse en cualquier animal, algo similar a lo que hace Energía. Así es mucho, mucho menos útil, y si no se lleva a ese gran tigre con nosotros... ¿qué puede ofrecer? Ni siquiera podrá guiarnos. Sé que él ha notado mi suspiro.

—¿Ocurre algo? —dice.
—¿No te extraña no haber sido nunca niño, Jacob?
—No. ¿Debería?
—Todos somos niños alguna vez. Imica fue niña, yo fui niña, Social también.
—¿Tú como te llamabas?
—Luchadora.

Decir mi nombre en la intimidad ha sido como desnudarme. Sé que debería seguir hablando, pero no puedo arrancar. Él me hace el gesto de que continúe, yo aclaro a toda prisa mis ideas.

—A la edad en la que tú apareciste en la jungla, nuestra mente murió, idéntica a ti.
—¿Y?

Miro hacia arriba, más allá del cielo, donde en la mesa del comedor están sentados Mentes y su madre, los dos solos. Comiendo en silencio.

—¿Qué está haciendo ahora mismo Gran Cham? —digo.
—Come —dice—, ¿por qué lo preguntas?

Tal y como sospechaba.

—Solo las mentes pueden verlo, Jacob.
—No soy una mente.
—Si puedes ver lo que Mentes hace, tienes que serlo.
—Déjalo estar, ¿quieres?

Me mira, enfadado, se sube a la piedra, coge una hoja alargada y se hace una coleta con ella. Me pide que le deje solo hasta que esté preparado para irse. Emite un silbido, potente y agudo, luego otros, de diferente musicalidad. Pronto, aparece el tigre por el hueco por el que se fue, también dos pájaros desde arriba, y se reúnen con él.
Yo sobro aquí. Me marcho con los míos, con las mentes. No entiendo lo que le ocurre... Él me regaló una rosa. Él me salvó la vida. No le reconozco en esos ojos azules.

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