15 de noviembre de 2017

Definitivo.


Desde la cama el mundo se ve mucho más gris. Tan solo estoy tumbada y quieta, haciendo nada, pudiendo hacer mil cosas ahí afuera, entrenar, patrullar, prepararme para lo que viene. Imagino que la lámpara es un objetivo de espaldas, y yo me deslizo como un soplo de aire, me coloco detrás y acabo con ella sin alertar a los niños, ato al objetivo de pies y manos y cumplo la misión, sin incidentes, sin nadie más implicado, solo el objetivo y yo. Lo imagino una y otra vez, cada vez que las imágenes saltan a mi cabeza, o cada vez que miro hacia la puerta, donde el cuerpo sin vida de Lisa descansa, grisáceo, inmóvil. Veo desde aquí los puntos en la herida del cuello, casi tapados por su maraña de cabellos rojos. Imagino que la lámpara es un objetivo de espaldas, y yo me deslizo como un soplo de aire.

—Es culpa mía —dice Defensor.

Suspira junto a mí, sentado a mi lado, aún con el trapo presionando su herida. Hizo falta la fuerza conjunta de Repar y Duch presionando en su brazo con mi espada negra para hacer un mínimo corte, algo que permitiera a Servatrix llenar la bolsa, conectarla a una aguja y clavarla en mi brazo. Insistió ser él el donante. Me levanto poco a poco, hasta quedarme sentada en la cama, apoyada en la almohada, me recoloco las mantas.

—En la batalla suceden muchas cosas —le digo—. Claro que nos equivocamos... pero martirizarse por ello no es bueno, no es sano.
—Los dos niños murieron por mi culpa.
—¿Me has escuchado?
—Sí —dice—. Pero si no te lo digo, lo voy a seguir pensando. Nos equivocamos, pero me equivoqué yo, y ahora hay muertos.
—Yo también me equivoqué.
—¡Porque no te ayudé! —Se incorpora un poco, aprieta los puños—. Hubiera dado mi vida por la de ese chico.
—No deberías, tú eres una mente y ese chico no.
—¿Has de actuar siempre tan fríamente ante las muertes?
—Yo ya morí una vez.

Me fijo una a una en las venas de la piel grisácea de la muchacha. Me imagino a Optimismo, llevándome hasta Erudito, en ese estado. Imagino cómo debió de sentirse. Yo, un día, fui ese cuerpo, empapado de sangre, derrotado. Solo imaginar que ahora estoy viva, tengo color... me parece repulsivo, antinatural. Toco el rubí, muy despacio, solo para sentir sus aristas.

—Soy un mal líder... —dice.

Defensor entierra la cara en sus manos y en la melena negra que cae. Apenas cabe en esa silla.

—No digas tonterías. Te seguiría hasta el fin del mundo.
—He fallado a Jil, y casi te pierdo a ti.

No recuerdo con claridad mis últimos momentos antes de despertarme en esta cama. Recuerdo bajar la vista y ver la crin de Hércules roja, recuerdo haber caído del caballo, y sé que no perdí la consciencia por el golpe, sino después, cuando Defensor me cogió en sus brazos. No me han dicho cómo de grave es, o si solo ha sido una pérdida de sangre, pero si hubiésemos bajado a recoger el cadáver de Yod no creo que hubiese llegado con vida a la casa. Tengo una gruesa venda en el pecho, cuyo centro es rojizo, otra en el brazo izquierdo, muy cerca de la aguja, mis únicas prendas ahora mismo. Servatrix me contó el resto, que el otro grupo detuvo el huracán a tiempo, que Stille comandó e hizo una labor espectacular, eso dijo. También me habló de eso, de las pinturas. Lo sabe. Todos lo saben, me pregunto sobre qué habrán estado debatiendo, ojalá ella lo hubiese especificado. Miro a mi izquierda. Con la luz de las velas, Defensor parece estar temblando. No sé cómo podría animarle.

—Bobadas. Todos fallamos, y a mí no me pierdes ni queriendo. A ver qué te crees.
—Es cierto. Yo también fallé.

La voz de Energía no se escucha desde su altavoz habitual, sino desde el cuerpo de la muchacha, que vuelve a moverse, vuelve a encender las antorchas aguamarina. Se mira a las manos, que acerca y aleja muy calmada. Sigue mirando una de ellas, mientras que con la otra, toca su pelo.

—Es increíble, lo mantengo quieto una hora y lucha por deshacerse —dice.
—¿Es que vas a quedarte con él? —dice Defensor.
—Es un estuche portátil verdaderamente funcional, Defensor, dudo tener en el futuro la posibilidad de obtener uno como este. Igual que en el resto de animales, conserva la memoria muscular, y ello me facilita el control. La única pega es que no puedo permitirme abandonarlo. Pero sí, siempre quise parecerme a vosotros.
—¿Y tú decías que yo era fría? —le digo a Defensor.
—Vaya desastre...

Servatrix entra para echar a los otros dos, dice que ya está bien, que tengo que descansar. Llamo la atención a Defensor, antes de que se vaya, y le pregunto sobre Los Creadores.

—¿Qué quieres que te diga? —dice.
—¿Qué vamos a hacer?
—Nada, supongo.
—Sabemos dónde está la guarida de Dante.
—Si nos acercamos, matará a Madurez. Y si le decimos a esas máquinas dónde está, matará a Madurez.
—Quizá no —digo—. Quizá esas máquinas sepan qué hacer si le decimos dónde está.
—¿Y si no?
—Tienes razón. —Me quedo pensando un rato, de hecho, se está yendo de nuevo—. O podemos ir todos allí. A las Tierras Inexploradas.
—¿Estás loca?
—Piénsalo. Nos desplazamos todos, y ya allí, sobre el terreno, valoramos qué hacer.
—Son muchos días. —Él también se queda pensando—. Pero podría funcionar. Sí, podría. Lo valoraré, gracias, Luchadora.

Apaga la última vela, así que estoy a oscuras en la habitación. Me duele el pecho, la herida es más profunda de lo que esperaba, y el moratón en la tripa... qué barbaridad, un palmo de largo. Sé que Dante podría haberme atravesado con ese rifle si hubiera querido. La manera en la que su espada vuela hacia él, lo que dijo Energía sobre las pupilas... Fue como si Defensor fuera un libro abierto para él, acabó con cuatro golpes con alguien que nunca había sido derrotado, pero contra Energía, dudaba, no sabía qué hacer. Miro de nuevo hacia la puerta entornada, que proyecta una línea de luz sobre la cama en la que antes descansaba el cuerpo. Me alegro de que se lo haya llevado, no sé qué va a hacer con él, pero prefiero que esté lejos. Y Servatrix... qué graciosa, diciendo que yo necesitaba descanso... Me cuida en exceso, solo son cuatro heridas, he estado peor, porque soy así de bruta. Qué va, no necesito descansar tan urgentemente, aunque sí que cerraré un poco los ojos.

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Por la posición del sol, deberían ser las diez de la mañana. Estaría genial poder ver lo que ve Mentes como podía hacer antes, yo no he mirado el sol en mi vida, era mucho más práctico pedirle a Razón que le ordene mirar la hora. Aristóteles es un jabato. No, jabato es la Señorita Lorraine, y me da miedo. ¿Un toro? Ánima, de Duch, es tranquilo, se deja acariciar, sí, Aristóteles es un toro, aunque el pobre lleva ya muchos días caminando horas y horas y comienza a fatigarse. Aguanta un poquito más, le digo mientras le palmeo el cuello. Aguanta un poquito más, que ya casi hemos llegado.

—Claro, sigue hablando al caballito, que seguro que te contesta —dice el Albino.
—¿Es que no hablas a Nadiesda?
—No.
—Oh. —Sigo palmeando, aun así, al caballo—. Pues si yo tuviera un caballo, le hablaría.
—Y por eso no tienes.

Los árboles verdes y caducifolios de la montaña contrastan con los pinos que hay justo al otro lado del camino. Desde ayer comenzó a notarse el cambio de clima, y tuve que quitarme la chaqueta por los continuos sudores. El desierto se encuentra a muy pocos kilómetros, no sé por qué lo llaman desierto, tan solo es una zona más árida de lo normal, no hay dunas, ni pirámides. Por las noches he perdido muchas horas imaginando mundos paralelos en los que otras mentes podrían vivir, mentes de otras personas, si es que existen. Mundos desérticos rodeados por ríos y cataratas, océanos uniformes de medio metro de profundidad, islas flotantes de roca y hierba... He tenido mucho tiempo para imaginar, porque el Albino apenas habla, y lo poco que dice es cortante, es... no sé, el Albino es un capullo. Hasta manipularle ha perdido el interés para mí, últimamente no hago más que pensar en formas de enloquecerle, de retorcer su realidad como si fuera plastilina, y con mis manos la convirtiese en una bola de infinitos colores.
Nada más girar hacia la derecha, aparece el faro en toda su extensión, por fin, lo menos cincuenta, o setenta metros de alto de pura roca, bloques de piedra que forman una estructura cilíndrica, cada vez más estrecha, y está ahí, a cien metros de nosotros, después de descender por una rampa en zigzag estrecha con la que finaliza la montaña.

—Hombre, Eisencito, ahí lo tienes. Lo recordaba más pequeño.

El Faro del Oeste. Necesito llegar ahí cuanto antes. Habría llegado hace cinco días de no ser por el estúpido Albino, y por mí, le hubiesen dado por ahí a la cueva y los dibujos, los cambiaría encantado por cinco días antes en este lugar, necesito llegar, necesito cumplir mi misión. Aristóteles resbala con las piedras del camino angosto y se frena, detecta mi ansiedad, por Mentes, debo controlarme. Calma.
La cordillera termina y forma una pequeña llanura con forma de flecha con la que rompe en el mar. La espuma de las olas fieras es salpicada más allá de la altura del acantilado, lo menos a diez metros sobre el nivel del agua, distorsiona las rocas con un cúmulo de brillos... el mar está picado. Avanzamos por la llanura sin camino directos hacia la puerta, no hay árboles, solo hierba uniforme tan alta que esconde las pezuñas de Aristóteles. Hace frío. Pese a encontrarnos en el punto más meridional de la isla, las montañas han aislado la zona, el sol calienta, pero su luz se la llevan el aire y la humedad. Los estruendos de las olas al estrellarse con las rocas casi opacan el graznido de las gaviotas y otras aves, que cazan en la cara este de la punta de flecha, donde las olas golpean menos.
De la parte más alta del faro surge una luz potente e incandescente, cuyo calor se nota más conforme nos acercamos. Esa luz, amarilla, casi del color del fuego, se proyecta hacia el mar bien lejos, hasta que rompe contra el agua en algún lugar. Hace buen día, no hay niebla, así que achico los ojos para ver mejor. Puedo ver rocas, a lo lejos, mucho más allá del rayo de luz, rocas que seguro pertenecen a la Isla de Inconsciente, pero no veo la niebla que recubre el lugar.

Atamos los caballos en el cobertizo pobremente hecho junto a la entrada, y cogemos las bolsas llenas de fruta. La puerta de metal chirría muy fuerte, muy agudo, y un sonoro golpe anuncia que no se abrirá más. Cerrarla es igual de ruidoso o más, debido a las paredes del interior, que hacen rebotar el sonido. Apenas escucho al Albino quejarse y maldecir. Un vestíbulo redondo, sin adornos, oscurecido y sin más luz que el de una diminuta ventana desde la cual silba el aire, y al fondo, unas escaleras que empiezan a subir. Tan solo eso. Un sonido parecido al gruñido de un lobo comienza a escucharse, y de donde procede aparece un brillo gris, rojizo. Hacía muchos años que no veía ese espectáculo, tantos como los que Fuego lleva encerrado en este sitio. Un hombre gris, de pelo largo y barba larga, de color grisáceo oscuro con tintes rojos, de ropas de tela igual de grises y rojizas, comienza a caminar hacia nosotros. Desánimo. Cuántos años.

—No esperábamos visita —dice, con un tono más frío del que esperaba.
—Buenos días. Me alegro de verte —digo.
—¿Qué queréis?
—Corta el rollo, ¿vale? —dice el Albino.

Su piel blanca resplandece mucho más que Desánimo o que yo, avanza casi sin mirarle, comienza a subir las escaleras y está volviendo a hablar.

—Somos los dos que más se opusieron a la construcción de esta cárcel, junto con Luchadora. Seguramente, si por nosotros fuera, no existiría, así que no te andes con palabras frías, ¿entendido?

Los tres avanzamos en silencio, yo en medio de los dos, de frente tengo un albino de mal humor, y detrás, el avatar gris y siniestro de un astro gigante que todo lo observa. Adoro ser yo.

—A la izquierda tenéis vuestras habitaciones —dice Desánimo.

El Albino se detiene en la primera planta, una sala tan abierta como el vestíbulo, en el que cuatro camas de paja y heno mal colocadas están pegadas a la pared contraria, sin ningún tipo de pared o puerta que preserve la intimidad, eso no son habitaciones, apenas hay una tela áspera y fina que proteja del viento que aúlla entre las dos ventanas, una a cada lado. El Albino se acerca a una y deja su bolsa, de la cual coge un racimo de uvas. Veamos dónde está la estrella, me apetece saludarla, dice, y sigue escaleras arriba, yo detrás, y Desánimo el último. Noto el peso de su mirada incluso sin verle.
Cuando llegamos arriba, debo pararme para descansar, las piernas me arden desde hace unos cuantos escalones, ha sido interminable. Aunque para arder, ya hace suficiente calor aquí. Albino, relajado, se acerca al gran tabique que hay en mitad de la sala, detrás del cual está Fuego. Nunca le he visitado, siempre me ha dado vergüenza verle encadenado... debe ser humillante que te vea libre el que te ha quitado la libertad. Pero, sinceramente, ahora mismo me da igual, para mí ya casi no es una mente, tan solo es un preso, una herramienta, casi.
Avanzo por la sala, cuya mitad no tiene pared, de la que sale un chorro de energía, de luz, de calor, y se pierde en el exterior, hace ruido que me suena a poder puro. Detrás del tabique veo a Fuego, arrodillado y encadenado al suelo, sobre una plataforma unida al tabique detrás de él, que es cóncavo, y a una piedra cristalina delante de él, que esparce la energía concentrada que sale de sus manos. Él ni siquiera nos mira. Su piel cobriza, de brillo metálico, está más apagada que de costumbre. Sus ojos, anteriormente dos brillos anaranjados muy brillantes, ahora solo son dos grietas entrecerradas con cierta luz. Su cara es de indefensión, resignación, y su cuerpo, antes robusto, ahora lo siento frágil, delgado, tembloroso. Sus manos, atadas e inmovilizadas en dirección al cristal, no dejan de proyectar esa energía, una línea recta amarilla, cuyo color, no sé por qué, fuerza mis ojos y me obliga a desviar la mirada.

—¿Por qué habéis venido? —dice Fuego, su voz es más ronca de lo que recordaba.
—¡Pero si es el bueno de Chispas! —dice el Albino, con evidente acidez—. ¿Una uva?
—¿Habéis venido a bromear?
—No. Eisencito está haciendo una investigación, y no sé por qué, cree que aquí encontrará respuestas.
—No creo que pueda ayudaros.
—Es sobre el lugar. Estamos buscando una cueva rara, o algo raro. ¿Has visto...?
—No he visto nada, Optimismo, por Mentes. —Le dedica una mirada clara de indignación—. Llevo años aquí, sin moverme siquiera. He olvidado este lugar. He olvidado siquiera en qué parte de la isla estoy. Para mí, no hay otro lugar que exista sino ese.

Señala hacia delante con la cabeza, hacia el mar. Es difícil ver por tanta luz, por eso me alejo de Fuego, busco el lugar de la apertura del Faro más distante.

—Bueno, entonces investigaremos por nuestra cuenta —dice el Albino.

Más allá del rayo que se proyecta hacia las olas, veo con más claridad las rocas de la Isla de Inconsciente. Ahora, gracias a la altura, veo la niebla grisácea y morada que inunda por completo la zona. Algunas rocas se escapan de su influencia, separadas de la isla de forma abrupta, más bien parecen partidas, arrancadas de ella. En la parte por la que apunta la luz, diría que la más próxima a nosotros, puedo ver un buen número de rocas puntiagudas, grandes, altas, emergiendo de la isla y entre todas forman un arco, una especie de tabique rocoso cóncavo al otro lado del mar. Parece una mandíbula gigante de roca. De ella, la niebla se extiende hacia delante, una niebla morada, prácticamente negra, se alza por encima del mar hasta que claramente choca con la luz que nuestro Faro le envía. ¿Con cuánta fuerza? ¿Tan indispensable es Fuego en nuestra lucha contra Miedo? ¿Le encerraron, y de paso, le usaron... o más bien le encerraron para usarle?
No puedo más que fijarme en el punto de choque, en el que el mar se aparta y se arremolina con más fuerza que en el resto del océano. Una fracción de la bruma parece querer salirse del lugar de pulso, y quiere rodear el rayo por la izquierda. Fuego, muy rápido de reflejos, mueve la plataforma entera sobre la que se encuentra, mueve el haz de luz hacia la izquierda y deshace la fracción, y vuelve al mismo lugar que antes, en el que la lucha está tan reñida que ninguno parece avanzar sobre el otro. Me fijo en Fuego, en la maquinaria. Hay una palanca oxidada muy cerca del cristal, unida al resto del mecanismo. Me fijo en la pieza a la que va unida, de la cual sale un cable, unido a las cadenas y a la silla que mantienen a Fuego en su sitio. Desánimo permanece quieto y en silencio.

—Bueno, Chispas... Dime —dice el Albino—. ¿Cómo estás? ¿Puedo ayudarte en algo?
—Estoy bien, no me apetece que tengáis lástima de mí —dice.
—Querríamos ayudarte.
—¿Querríais? Eissen ni siquiera se ha dignado a hablarme.
—Hola, amigo —digo, rápidamente—, ¿cómo estás?
—No soy tu amigo —me dice.

El Albino ríe, ajeno a la cara apática de Fuego.

—Bueno, bueno, no se lo tengas en cuenta, Chispitas. Sabes que es un capullo rarito, precisamente por eso estamos aquí. Quiere saber quién es.
—¿Qué quieres decir? —dice Desánimo.
—Tiene la corazonada de que es algo más que un experimento, así que aquí estoy, con él, para que cuando descubra que solo es un experimento, no lo haga solo.

Disfrutaré clavándote tu propia maza en el brazo, Albino. Espera a la noche. Tú espera.

—Además —sigue diciendo—, descubrimos una cueva interesante por el camino, con extraños dibujos, y buscamos más, también.
—¿Por qué no estáis junto al resto de mentes? —dice Desánimo—. Os necesitan.
—¿Qué?
—Ha sido Dante —dice Fuego—. ¿No os habéis enterado?
—¿Qué ha hecho Dante? —pregunto.
—Ha traicionado a las mentes —dice Desánimo.
—¿Qué? —El Albino grita—. ¿Qué dices?
—Después de la muerte de Erudito, robó la gema azul y se ha marchado a las Tierras Inexploradas. Ahora tiene el control sobre Mentes.
—¡Por eso no podía hablar por él!

El Albino se lleva las manos a la cabeza, sus piernas tiemblan y acaba por arrodillarse en el suelo, y luego sentarse. Tiene la mirada perdida, sus ojos brillan por el agua, dentro de mí siento un gozo que no he sentido en mucho tiempo. Verle así, frágil, desorientado, probablemente carcomiéndose por la culpa, destruyendo la realidad que tenía tan férrea en su interior...

—¿Por qué no nos avisaste? —grita, agarrándose los cabellos blancos.
—Suficiente hago diciéndotelo ahora —dice Desánimo.
—¡Y una mierda! Llevas años sin pronunciarte delante de ninguna mente, solo eres una luna que nos roba las fuerzas cuando pasan cosas malas.
—Encerrasteis a mi amigo en esta prisión injustamente.
—¡Yo me opuse! ¡Yo! ¡Podrías haberme avisado a mí!
—Calmaos los dos —dice Fuego—. Hacéis que pierda las fuerzas, y suficiente terreno me ha quitado Miedo ya. La culpa de que esté aquí es de Dante, también.

Los tres reaccionamos con la misma extrañeza.

—En la expedición, nos atacaron decenas de gólems de piedra. Sé que Razón y Erudito tan solo vieron una parte, pero yo vi por una grieta muchos más que se acercaban por un pasillo de las cuevas, a punto de emboscarnos. Minutos antes, Dante me convenció de que si la cosa se ponía fea, liberara toda mi fuerza, dijo que él podía ver en el interior de nosotros, y sabía que estaba listo, que lo podría controlar. Lo hice, y casi mato a todos en esos túneles.
—Doy fe —dice el Albino.
—¿Cómo no me has contado esto antes, a mí? —dice Desánimo.
—¿Para qué? —dice Fuego—. ¿Para hacerme la víctima? No pensé que fuera importante, hasta que Dante traicionó a todos. Se me ocurrió que quizá planeara esto.
—El plan fue propuesto por Erudito y Dante —digo.

Me regocijé viendo a Optimismo confuso, y ahora soy yo el que siente lo mismo. Nunca pensé en Dante como un rival, pero veo que he subestimado su intelecto. Si no fuera por él, el Faro no se habría construido y Miedo tendría influencia directa en la isla. Él debió de olerlo.

—¿Dónde está Dante ahora? —le pregunto a Desánimo.
—No puedo verle. No sé por qué, cuando pone un paso en las Tierras Inexploradas, es invisible para mí. Solo sé que se encuentra en el sur.
—¡Eissen! —el Albino se arrastra hasta mí, y me agarra del pantalón—. Tenemos que ir a la casa. Las mentes nos necesitan.
—Pero, mi sitio.
—¡A la mierda el sitio! Lo buscaremos de nuevo cuando todo esto acabe.

Pienso ejecutar mi plan esta noche, así que le aseguro que mañana al alba. El Albino insiste en que debemos partir ya mismo, pero uso como excusa a los caballos, le digo que Aristóteles está agotado. Él vuelve a ponerse las manos a la cabeza, y no para de repetir, Dante, Dante, Dante... Desánimo camina hacia Fuego, pone la mano en su espalda, ignorando las cadenas o la silla, como si fuese un fantasma. Bueno, técnicamente, es como si lo fuera. Miro a Fuego. Miro la lucha en el mar. Miro la palanca.

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Hoy María va a estar fuera todo el día, y Mentes, sin excusa de trabajo, cuidará a Julio. Ya lleva un buen rato viéndole jugar, se ha marchado a la habitación y sigue meditando sobre temas que desconozco. Relativismo sigue en cama, comiendo lo indispensable para vivir, y así ha estado Mentes también, todo este tiempo. Miro en el espejo las heridas después de lavarme la cara. Veo las gotas caer lentamente por las mejillas, resbalarse hasta la barbilla y caer, poco a poco. Un mechón de pelo también se ha mojado. Me duelen los hombros, la tripa y el pecho. Miro mi rubí. Me miro a los ojos, y así me quedo, me pregunto quién soy. Hasta cuánto está bien que me exija a mí misma. Pero el espejo solo me devuelve el color morado del iris, no me da respuestas. Tengo que admitir que necesito descansar urgentemente...
Ya ha pasado desde hace rato la hora de comer, pero no sé si tengo hambre, tan solo subo despacio las escaleras, para vestirme. Servatrix me grita desde el comedor y corre hasta mí, me regaña por no haberla avisado, ella me hubiera traído mi armadura. No pasa nada, le digo. La luz le da una forma extraña a la cara, unas sombras que no había visto antes en ella, la veo más delgada de lo que de por sí está, le digo que coma algo, que está perdiendo peso. Y ella me dice que no, como siempre, me pone una excusa estúpida para justificar que coma poco.
Julio entra en el cuarto de Mentes, y Mentes, molesto, atiende a sus preguntas, Julio le cuenta lo que ha hecho por la mañana en el colegio, se nota que a Dante le da igual. Menudo estúpido. Julio le pregunta si quiere jugar a los coches de carreras con él, y él, cómo no, dice que no, que tiene que meditar, e ignora la pregunta sobre qué es meditar. Se levanta, le monta el circuito de carreras y comprueba que las pilas funcionen, y vuelve al cuarto, casi molesto. Aún no ha hablado con María sobre ocultarle lo del despido. Cuando escucha a Julio cantar al ir al baño, se tapa los oídos, molesto.
Ojalá pudiese ir al sur de las Tierras Inexploradas, matar a Dante y rescatar a Madurez, y volver a la normalidad, solo pido eso, normalidad. Mientras me coloco la armadura, veo a Susurro pasear junto a Social, veo cómo ella le dedica una larga mirada a Stille a lo lejos, entonces ella se la devuelve y Susurro mira hacia otro lado. A Social le sigo viendo ido, con la mirada fija en algún punto, pero veo que Social le contesta algunas cosas. Dante mencionó que fue él, también, el que le dejó en ese estado.
Perdí mi oportunidad de acabar con Dante.

Aún no me veo con fuerzas para combatir de nuevo, creo que definitivamente el día de hoy me lo tomaré como un descanso. Sentada en el jardín, mirando cómo Stille entrena a lo lejos, en la playa, Razón se sienta junto a mí. El sol comienza a bajar, María llegará aún en unas horas, y Mentes sigue en su cama, tumbado, susurrando cosas que no le encuentro el sentido.

—¿Cómo estás? —dice Razón.
—Bien.
—Te considero una gran amiga.
—Gracias.
—Lo que quiero decir es que puedes decirme la verdad. Es lo que me dijiste tú a mí, hace unos días.
—Y no me contaste lo que te pasaba.
—No fui lo suficientemente valiente, pero tú eres de todo menos cobarde. No tienes por qué contármelo todo, me vale con saber cómo estás.
—Cansada.
—Creo que te mereces saber por qué estuve mal hace una semana. Se me juntó con mi hermano, y bueno, creo que colapsé.
—No tienes por qué contármelo si no quieres.
—Sí que quiero, yo quisiera contártelo todo. Soy un viejo lógico y aburrido, pero también tengo sentimientos.

Mentes se ha levantado, por fin, para ir al baño. Al menos.

—No sé por dónde empezar —dice—. Yo... bueno, tiene que ver con mi espada, la que está encerrada en el armario.

Mentes se acerca al comedor, para beber algo de agua de la cocina.

—Supongo que ese día aún sigue muy presente en mi cabeza... —dice—. Y yo no supero igual que tú los problemas.

Mentes mira en el comedor, pero no ve a Julio por ninguna parte. Avanza hasta el centro, junto al sofá y a la pista de carreras, pero no ve nada. ¿Julio?, pregunta Dante. Se da media vuelta, extrañado, y entonces ve su cuerpo tumbado junto a la puerta.
Razón y yo nos levantamos, Stille se ha quedado quieta mirando hacia arriba, y cualquier ruido proveniente de la casa se ha quedado completamente detenido.
Mentes avanza hasta Julio, que no se mueve, le da media vuelta, y ve sus ojos abiertos perdidos en algún punto, le chasquea los dedos, le llama, le grita, le comprueba el pulso. No tiene. Oigo un grito dentro de la casa. Mentes mueve el cuerpo de su hijo, extiende sus extremidades torpemente, le llama una y otra vez según trata de hacer bombear su corazón. Julio no respira. Le hace el boca a boca, pero suena un silbido y el aire sale automáticamente según lo insufla, sigue bombeando su corazón, vuelve a obligarle a respirar, pero el aire no entra, mira en su boca pero no hay nada, no ve nada, Mentes le llama, Mentes aprieta su pecho. Corre, tropieza, coge su teléfono, llama a urgencias. Tardan mucho en responder. Les grita que es urgente.

Julio no respira.

Miro a Razón, él me mira con sus ojos azules, la boca abierta, completamente ido. Camino despacio hasta la casa, abro la puerta y ahí les veo. Social tiene las manos en la cabeza. Susurro me mira, pálida, sin hablar. Julio no respira. Mentes le hace el boca a boca y no entra aire. Mira su garganta mejor, y sí ve algo negro, pero no puede alcanzarlo. Mentes solo grita el nombre de su hijo. Servatrix ha caído al suelo, inconsciente.

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El Albino se ha quedado completamente petrificado, así como Desánimo. Fuego tiene los ojos muy, muy cerrados. Desde la sala solo escucho el sonido del rayo de luz y el canto estridente de las gaviotas. La llama de Fuego, de pronto, pierde potencia. Desánimo, cada segundo que pasa, comienza a volverse más, y más rojo. El sol se oculta, el cielo se vuelve negro y carmesí, la luna brilla en el cielo con toda su fuerza. Desánimo ha hablado, y solo ha dicho una palabra.

—Julio.

El Albino no habla, solo mira hacia arriba completamente perplejo. Sin dejar de mirar hacia el techo, sus piernas comienzan a torcerse, hasta caer al suelo. El avatar de Desánimo tiene ahora el color de la sangre, y brilla con fuerza. Miro al Albino, miro a Fuego. La noche no es mi momento, es este. Agarro a Optimismo de las ropas, y le arrastro todo lo fuerte que puedo, hasta lanzarlo finalmente escaleras abajo. No hay tiempo que perder. Desánimo me grita qué estoy haciendo, a la vez que comienza a brillar, a gemir de dolor, y finalmente, desaparecer con un ruido de gruñido de lobo. La luna brilla con fuerza rojiza en el cielo. Fuego está mirándome a los ojos, pero no le temo.
Acciono la palanca, que se engancha a mitad de camino, sigo empujando con fuerza y cede. El rayo de luz se deshace por completo, y Fuego, el cual no está conectado a la silla ahora mismo, gime de dolor, de placer, no sé de qué gime, pero ya no expulsa las llamas por las manos. A lo lejos, prácticamente oculta en la noche, la niebla de Miedo comienza a avanzar a través del mar.

—Dale... energía, chico —dice Fuego, le cuesta hablar—. Enciende la máquina.

Lo siento, pero no pienso hacerlo. Miro orgulloso por fin a mi creación, ¡he cumplido mi misión! Y en qué momento, qué oportuno, qué suerte... Sonrío como un tonto mientras la niebla de Miedo se acerca más y más hacia nosotros. La niebla de Miedo.
Pero Miedo no es bueno. ¿Por qué iba a querer que Miedo avance? ¿Hay algún sentido a todo esto? Repaso rápidamente entre mis recuerdos... me siento extraño, como si estuviera drogado, no acabo de comprender bien todo lo que sucede. No soy una mente, pero Miedo no es mi aliado. Yo quiero encontrar mi sitio. ¿Qué tiene que ver con el Faro y esta palanca? Es un error, estoy cometiendo un error.
Vuelvo corriendo hasta la palanca y vuelvo a empujarla con todas mis fuerzas, pero no cede, se ha enganchado. Mis manos me arden de dolor, también mis muñecas, pero debo arreglar esto, debo hacerlo o será demasiado tarde. La palanca hace un ruido metálico y apagado, y la explosión del rayo de luz que sale del cristal me lanza al suelo. Mientras me incorporo, veo al Albino, que también está subiendo los escalones, furioso. No sé qué decirle.

—Traidor —dice—. Traidor.
—No sé qué ha pasado —digo—. Es como si no fuera yo.

El Albino llega hasta mí, con la cara desencajada, pálido, y señala mi antebrazo izquierdo. En él, hay una marca morada que brilla con fuerza. Ocho palos en forma de estrella de los vientos, acabados en tridente, con un círculo en medio en forma de ojo.

—La marca de Miedo. ¡Tienes la marca de Miedo!

La luna roja ilumina el cielo negro. Fuego grita tan alto como parece poder, mientras el rayo de luz cobra fuerza poco a poco. La luna comienza a volverse blanca. El cielo está volviendo a ser azul. La niebla de Miedo está muy cerca y es mucho más grande y densa que antes. Está ganando terreno. Fuego está gritando, y su rayo ahora no solo es más grueso, sino que la base de la plataforma se ha iluminado y el tabique cóncavo ahora también proyecta luz. Estoy cegado, y solo noto un golpe en la cara, el del Albino.

—¡Tienes la marca de Miedo! ¿Por qué no lo dijiste?
—¡No lo sabía! —le digo—. ¡No sé qué pasa, no sé qué es eso!

Él me agarra de los pelos de la nuca y me acerca contra él.

—Eso es que Miedo te controla, imbécil.

Desánimo acaba de aparecer en la sala.

—¿Por qué has hecho eso, Eissen?
—¡Tiene la marca de Miedo! —dice el Albino.
—Fuego, dime que puedes con esto —dice el avatar de Desánimo.
—¡No puedo!
—Sí que puedes, vamos, eres un campeón, puedes luchar contra él.
—¡No puedo, de verdad! Viene hacia aquí.

El Albino se asoma a la ventana, en la que la niebla negra se abre paso y es cada vez más grande, y está cada vez más cerca pese a que la luz brilla con toda su fuerza.

—¡Hay que sacar a Fuego de aquí! —dice.
—No podéis.

Desánimo golpea sus cadenas con fuerza, pero no puede interactuar, las atraviesa. El Albino corre hacia ellas, yo le sigo, tiramos, pero es imposible. No veo nada por culpa de la luz, lo único que hago es tirar con fuerza del metal sin ningún criterio. Fuego está, además, atado en el cuello por la silla. Grita.

—Alguna manera habrá de liberarlo —dice el Albino.
—Solo Razón y Erudito pueden.
—¿Qué?
—Esta máquina necesita una llave que solo ellos tienen, en la casa.
—¡Tiene que haber otra manera!

La niebla negra comienza a adentrarse en las primeras rocas del acantilado, y palidece la luz del sol.

—¿A qué esperáis para huir? —dice Fuego, sumido en la luz—. ¡Largaos de aquí! Yo os concederé tiempo, no puedo escapar.

La niebla ya cubre casi por completo la abertura del faro, ha ascendido hasta nuestra altura. Agarro la muñeca de Optimismo, él grita algo cuando tiro de él, y corro, corro rápido por las escaleras hacia abajo. No hay luz que llegue a las ventanas. El sonido de la roca impactar contra la roca se escucha arriba de nosotros, según bajamos, según esquivamos los tentáculos negros que se cuelan por las ventanas. Caigo cerca del final, porque todo está oscuro. Abro la puerta y solo hay niebla, solo hay oscuridad, no hay sol. Corro hacia el establo en el que Aristóteles relincha y se retuerce con Nadiesda, entonces algo enorme hace estallar la roca sobre mí, y solo llego a vislumbrar un cuerpo gigante partir como un cuchillo la pared del Faro. Las rocas comienzan a caer, montado en Aristóteles busco a Optimismo pero no veo nada que no esté delante de mí, agarro de las riendas a Nadiesda y voy hacia la puerta. Escucho el sonido de un cuerpo pesado desplomándose en el suelo justo detrás de mí.

—¡Albino!

Vislumbro su figura cerca de la puerta, cuando un tentáculo procedente de dentro tira hacia él. Encima de él, la piedra comienza a desplomarse, y el Faro, partido en varios pedazos, arropado por un cuerpo gigante, cae sobre sí mismo. Una roca impacta en el cuello de Nadiesda y cae, y Aristóteles cae con ella, y yo también. Incorporo a Aristóteles, que chilla descontrolado, apenas puedo subirme a él y ya comienza a galopar, corre hacia la montaña, donde la niebla aún no ha llegado, el sol vuelve a brillar y yo veo el camino de Miedo, un túnel negro que conecta el horizonte con la llanura. Escucho la roca retorciéndose aún, escucho aún cuerpos masivos estrellándose contra la tierra.

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Las mentes y yo nos miramos, pero solo eso. No hay palabras. Julio no respira. La ambulancia no llega. Sus ojos están abiertos, perdidos en alguna parte. Mentes los cierra, y toca su frente con la de su hijo. No llora. No lloramos nosotros. Solo nos miramos. Razón no habla. Servatrix no responde. La luna roja drena nuestras fuerzas y nos tira al suelo, y me da igual. La luna podría drenar nuestras fuerzas hasta asfixiarnos, y yo sería feliz con ello. No quiero vivir en un mundo así. Pero debo hacerlo.
Todos dormimos, en silencio y sin movernos, caemos al suelo, luna roja, cielo negro. Pero la luna pierde sangre. El día vuelve a resurgir, y con él, nuestras fuerzas. Y no lo comprendo.
Salgo fuera, y veo el sol de la tarde descender con lentitud. Razón no habla. Razón no me mira, mira otra cosa, muy fijamente. Junto a la casa, muy cerca del jardín, hay tres figuras altas, que desprenden brillos metálicos.

—Mentes.

Esa palabra resuena en mi cabeza, como si supiera de dónde procede, pero suena dentro de mí. Camino despacio hasta el centro del jardín, miro sin poder apartar la vista a las tres máquinas que yacen de pie detrás de las orquídeas del final, miro sus brillos metálicos. Una es roja. Otra es azul. Otra es verde. La roja está en el medio, la azul a la izquierda, la verde, a la derecha. En lugar de brazo derecho, los tres tienen un arma. Miden más de dos metros de alto, y solo tienen un ojo, un ojo que no es un ojo, es un círculo de color azulado, algo brillante. No tienen cabeza humana, sino que es alargada hacia delante, sin boca. Las piernas las flexionan hacia dentro.
Defensor camina hasta mi posición, y avanza incluso más, hasta colocarse, despacio, como hipnotizado, enfrente de las máquinas.
Junto a mí, se coloca Energía, con el cuerpo humano. Veo a Narciso y a Razón, cerca de mí. No mediamos palabra. Las máquinas están de pie, absolutamente quietas, mirándonos. Bajo su metal parecen tener músculos como los nuestros, pero son grises.

—Mentes. Somos Los Creadores. Vuestros creadores.

De nuevo, escucho a la máquina roja hablar, pero con plena nitidez, porque suena dentro de mí.

—Habéis ido demasiado lejos. Entregadnos a Dante, o sufrid las consecuencias.

La máquina roja señala a Defensor, que sigue parado, justo enfrente de ellos. Él parece pequeño, al lado de esos seres. Jil no mentía... el dibujo no mentía. Los Creadores existen. ¿Cómo...?

—Mente. Entréganos a Dante. Habéis ido demasiado lejos.

Solo tiene que darle un lugar, pero si lo hace, la pequeña morirá.

—Él tiene a nuestra pequeña... —dice Defensor.
—Mente. Entréganos a Dante, o sufre las consecuencias.

Las tres máquinas dan un paso al frente al mismo tiempo, quedándose justo al lado de Defensor, que no se mueve, que no lleva su escudo, tan solo mira hacia arriba. Escucho ruidos detrás de mí, veo a Afrodita salir de la casa con su bastón. Todas las mentes que veo llevan armas. Social no la lleva.

—Creadores —dice Defensor, con la fuerza de su voz recobrada—. No sabemos dónde está.

No responden. Solo están quietas, absolutamente inmóviles. Escucho cerca de mí la respiración profunda de Energía.

—Sea —dice la máquina roja.

Aproxima el cañón que es su brazo derecho a la frente de Defensor, una explosión sale de él, y la cabeza de Defensor desaparece. Solo hay sangre en la hierba, y en los pétalos de las flores, su cuerpo robusto cae contra la tierra y se desploma. Escucho el grito desbocado de Servatrix desde la puerta de la casa, y la máquina verde apunta hacia ella y dispara, impregnando el marco de la puerta de carmesí, haciendo desaparecer su cuerpo en la oscuridad.
No doy crédito a lo que veo.
Las máquinas comienzan a disparar a discreción, veo la tierra saltar y escucho el sonido de la piedra rota, yo retrocedo corriendo, me pongo a cubierto y desenfundo la espada negra, Repar apunta con su pistola y una explosión cubre por completo el cuerpo de la máquina roja, que acabado el humo, está intacta y sin un rasguño, la máquina azul dispara y un rayo blanco destroza la tierra y sube hacia Repar, cuya pierna y brazo metálicos estallan en el aire. Razón, a mi lado, grita, y una bala le atraviesa el pecho, le lanza despedido y le desploma contra el suelo, yo grito, me arrastro hasta él, me mira y la vida se le escapa de los ojos. Me disparan, fallan, me cubro de nuevo, me falta el aire. Veo a Social correr, Afrodita apunta el rayo de su bastón contra la máquina verde, Stille lanza bombas y Susurro dispara con el arco. Veo a la máquina roja apuntar a Stille. Veo a Susurro, delante de ella, partirse en dos.

—¡Retirada! —grito con todas mis fuerzas—. ¡Retirada!

Un rayo blanco cruza la casa de abajo arriba y comienza a desplomarse. Las mentes atacan, las mentes corren, yo corro. Miro atrás y veo cómo la máquina azul camina hasta Afrodita y la lanza muy alto, muy lejos, hacia donde corremos. El cuerpo de Energía, de pronto, pierde la luz de sus ojos, se desploma en el suelo, lo agarro de la cintura y sigo corriendo, hacia el este, hacia la jungla si es necesario. Escucho otro estallido, y veo a la Señorita Lorraine destrozar una pared de la casa, con los ojos aguamarina, y comenzar a correr hacia nosotros, detrás de ella está Stille encima de Sombra, detrás de ella Duch cabalgando a Ánima. El rayo blanco dipara a Duch, que por esquivarlo, se queda atrás. Yo corro. Escucho el sonido de la casa, se derrumba por completo.

—¡Luchadora!

A un lado del camino veo a Afrodita, que sigue viva, yo aprieto la mandíbula, dejo el cuerpo de Energía en el suelo, cargo con toda ella en el hombro, vuelvo a coger el cuerpo y corro, la Señorita Lorraine se para junto a mí, yo me subo a su estribo y vuelco a ambas en la silla, grito que acelere según me agarro como puedo, entonces la jabata recibe un disparo. Se incorpora rápido, y comienza a correr. Ánima, muy veloz, carga con un Duch raquítico y un Repar destrozado. Sombra, muchos metros por delante, cabalga con Stille y Social. Corremos, tanto como podemos, Afrodita casi cae al suelo, pero la agarro y vuelvo a colocarla. El sonido de una explosión me hace cerrar los ojos con fuerza. Nada de esto es real.
Un rayo blanco, lejano, hace un barrido directo hacia la Señorita Lorraine, le pongo alerta, y lo esquiva de un gran salto, continúa con la carrera, gimiendo de dolor. El camino que hacemos es marcado por la sangre de la montura.

La sangre de Razón aún mancha mis brazos.

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