18 de octubre de 2017

Consecuencias.


Una vez cabalgué por estas llanuras con Cessabit, la cierva de Servatrix. Era grácil, correr con ella era como flotar, como si no hubiera piedras en el camino, y su cornamenta, pese a su tamaño, no molestaba ni a la vista ni me golpeó en la cabeza una sola vez. Aristóteles es diferente, es grácil, no puedo negarlo, pero cada paso que da es un golpe en mi pelvis, no estoy acostumbrado a cabalgar. De hecho yo no le guío, prácticamente él me guía a mí, intuye que quiero ir por aquí y yo finjo tener las riendas. ¡Cuidado! Madre mía, debo de haberle hecho daño, seguro que me he agarrado muy fuerte de su crin para no caer. Pobre Aristóteles...
Hace tiempo que he dejado atrás el bosque ocre de arces, cuyas hojas ya han cogido el color amarillento y han empezado a caer las primeras en el camino. A mi izquierda escucho el mar, pero no puedo verlo porque la tierra se eleva. A mi derecha, una pradera extensa llena de colinas verdes, preciosas. Miro atrás, y es difícil distinguir la jungla que puebla el norte de la finca en la que vivimos. Vivíamos. Suspiro.No me siento preparado para irme, pero nunca me sentiría así. ¿Es lo correcto, abandonar a las mentes a su suerte, obligando a otro a dirigirlas desde la base? ¿Y si no encuentro mi lugar? Soy un experimento, un hombre probeta, que nació ya adulto, ¿puede el mundo tener un sitio para tal aberración?
Ni siquiera sé hacia dónde cabalgo, solo me dirijo hacia un lugar que mi mente parece conocer sin que yo lo sepa, yo simplemente me dejo ir, me fío de la voz que no comparte conmigo la información.
La pradera comienza a secarse, poco a poco, la tierra se vuelve más dura y cuarteada, la tierra tiene surcos, subidas y bajadas repentinas, y los noto en cada pisada del caballo. A mi izquierda, un pinar se acaba y da paso a los cardos y los arbustos. El camino se bifurca, uno, hacia el desierto, cuya ruta solo lleva hacia el Faro, y a la derecha, los caminos que llevan a las montañas del noroeste. Nunca había estado aquí, tan solo en el mapa mental que creé con las descripciones del resto, y verlo real me da una sensación de curiosa congoja y un asombro que no había experimentado antes. El cuerpo me pide tomar el desierto, con fuerza.

—¡Eisencito! ¡Espera!

Espero antes el rugido de un oso en este lugar árido antes que una voz que me llame por mi nombre. Un poco asustado, giro la cabeza, y veo la yegua grisácea manchada del Albino, cuya piel blanca está tapada por un sombrero de paja, y un pañuelo rojo en su cuello. ¿Qué hace el Albino, aquí? El instinto me revuelve el estómago, me dice que no es oportuno, que debo echarle. ¿Qué me pasa últimamente? ¿Por qué me siento tan alejado de todo el mundo? Obviamente, él no me cae bien, y no me siento parte de las mentes porque no lo soy, pero es como si yo estuviese fuera, como si hubiese vuelto a ser el Eissen manipulador que debía traicionar a las mentes desde dentro.
En cierta medida, me gusta. De cierto modo, me aterra.

—Menos mal que te he alcanzado antes de la bifurcación, ¿eh? —dice.
—¿Por qué estás aquí?
—Vas a ayudar a Erudito, no quiero que lo hagas solo.

Contengo mi extrañeza a tiempo. Supongo que esa es la mentira que Razón ha esparcido por la casa, que voy en busca de alguna cura para el viejo, pero no me interesa seguir con el engaño. No quiero que me acompañe, no quiero utilizarle, todo lo contrario, le quiero fuera.

—En realidad, Albino, te mintieron.
—¿Cómo que me mintieron?

Ver su cara de sorpresa, sus ojos castaños tan abiertos a través de su pelo blanco revuelto, me gusta, y pensar en que su realidad se tuerce hacia la locura, también.

—Razón ha sido cruel contigo por darte esperanzas —le digo—. No estoy viajando por el viejo en una misión de ida y vuelta. Estoy aquí porque no soy una mente, y quiero averiguar cuál es mi sitio. Es un viaje largo, solo de ida, y con motivos egoístas. Siento que te hayas tomado tantas molestias en alcanzarme, pero no tiene sentido que me acompañes.

Doy la vuelta al caballo y sigo aproximándome a la bifurcación de caminos, con intención de coger el de la izquierda. No he de perder tiempo en estas tonterías.

—En realidad... —El Albino habla, y Nadiesda refunfuña según él la espolea para caminar—. Sí que me interesa acompañarte.
—¿Por qué? —le digo, y vuelvo a girarme hacia él, molesto.
—Porque tú tramas algo. No me fío de ti, y quiero estar cerca cuando vayas a hacer lo que sea que quieres hacer.
—Eso es absurdo. ¿Por qué no eres capaz de ver las cosas que he hecho por la comunidad? ¿Cuándo me perdonarás que clavara la espada en el pecho...?
—¡Basta!

Sus pupilas son diminutas, clavadas en las mías, pero esta vez no son demasiado, esta vez puedo sostenerlas, analizarlas, anticiparme a sus acciones.

—¡No vuelvas a sacar ese tema, ni se te ocurra! —me grita.
—No soy quien tú crees.
—¡Eres un asesino! ¡El asesino que mata una vez puede volver a matar!

Llevo a cabo, con arte y matemática, un estudiado gesto de sorpresa primero, y de tristeza después. Por más que pienso, no se me ocurren más escenarios que enfrentarme a él o huir si quiero avanzar solo, y en ambos me perseguirá. Necesito tiempo para mi misión, un mínimo, y no tengo más remedio que llevarle conmigo. Tuerzo a Aristóteles hacia el camino de la derecha, como buenamente puedo, creo que no lo hago bien, pero él me entiende. El Albino no puede sospechar que el Faro en el que Fuego está preso es mi primera opción.

—Quizá si viajas conmigo descubras que no soy quien tú crees —digo—. Vamos.

Optimismo no media palabra, no lo hace en el camino, tampoco en el paso estrecho que sube hacia la cordillera. Desde lo alto del paso, se ve con mayor claridad, no demasiada por la niebla, la isla de Inconsciente, apenas una bruma oscura, que se extiende a lo largo de las piedras partidas de la que está compuesta, y sube hacia el norte hasta encontrarse con la luz que Fuego proporciona al Faro del Oeste. Cogemos el camino del norte, bloqueado gran parte por la lava que cayó del nuevo volcán que se formó, ahora manso. Caminamos hasta que llega la noche, en la que acampamos en un lugar donde los caballos pueden comer, beber y descansar, y en completo silencio, tumbado en la hierba, sin manta alguna, Optimismo duerme junto a su maza. Podría huir, pienso. Eso me daría varias horas, si es que me sale bien, y no estoy seguro de cuánto necesito.
El día continúa monótono, rodeado de montañas, y Optimismo rompe su silencio para preguntar a dónde vamos. Solo hay dos cordilleras en toda la isla que controlan las mentes, le digo, la del Norte y la del Oeste, y en ambas hay una serie de cuevas que se desconocen. Le digo que no creo que encuentre nada, pero antes de partir a las Tierras Inexploradas, debo visitar los lugares inexplorados de nuestra isla.
A mi alrededor solo hay piedras, matorrales, zarzas, y algún que otro árbol. Delante de nosotros cruza el camino un conejo, a toda velocidad. Una cigarra molesta desde algún árbol. Estas montañas son pedregosas, yermas, sin mucha actividad animal, pero si lo que me han dicho es verdad, al pie de la Cordillera Norte, en verano, cuando la nieve se derrite, hay bosques de tierra húmeda, repletos de ríos, cascadas y pequeños lagos en los que los animales beben. En invierno, las cumbres son colmillos enterrados en nieve, en las que Erudito cree que la vida se desarrolla en el interior de sus cuevas.

Avanzar por este lugar se hace difícil, y cada día avanzamos menos. Los caballos, además, se cansan cada vez más rápido. Pasamos la bifurcación del camino hacia el extremo noroeste de la isla, que si no me equivoco, solo Dante ha explorado. Damos con cuevas, todas pequeñas y sin nada que ofrecernos, más que un par de murciélagos. En realidad, ver este lugar es solo una excusa, pero si me desanimo demasiado rápido y ponemos rumbo al Faro pronto, el Albino sospechará. Encontramos un claro interesante, repleto de pinos y pájaros cantores, pero solo eso, un simple claro. Por fin, llegamos a lo que parece ser el final del camino, estrecho y sinuoso, un camino que parece haber sido construido. Entre dos paredes de montaña, de pared lisa y ondulante, las dos paredes siempre paralelas. El camino es estrecho, y desciende a las cunetas, un descenso igual en todos sus puntos, con las cunetas del mismo grosor en todos sus puntos.

—¿Qué es esto? —dice el Albino.
—¿Dante no había estado aquí?
—Sí, eso dijo.
—¿Por qué nunca habló sobre esto?

El camino continúa entre las dos paredes y, aunque Aristóteles no sea tonto y no quiera caer a la cuneta, ya he cogido suficiente destreza para dirigirle por las curvas en las que él no ve bien. Las paredes, poco a poco, comienzan a abrirse, y el camino se vuelve recto, directo a una última montaña más pequeña que las otras, con la entrada a una cueva a la que el camino nos lleva directos. La cumbre de la última montaña está partida, y desde arriba puede verse el cielo gris tapado por las nubes, entonces me paro, Nadiesda refunfuña cuando Optimismo la detiene, me pregunta qué pasa y yo señalo hacia arriba.

—¿Qué pasa, qué? —me dice.
—Mira la forma que hacen las montañas con el cielo.

Las paredes poco a poco se van abriendo, hasta que en ambas montañas, dan un escalón hacia afuera las dos en el mismo punto, y luego continúan rectas hacia arriba. Esos escalones, junto con la cumbre partida de la pequeña montaña al frente, dibujan una clara forma de flecha en el cielo. Una flecha que apunta hacia la entrada de la cueva, el final del camino. No hay nada más detrás.

—No veo nada.
—Fíjate en el gris del cielo. Dibuja una flecha.
—Por Mentes y la más sagrada creación... —dice.

El Albino espolea a Nadiesda y grita, vamos, vamos, yo también achucho a Aristóteles con la presión de hacerlo rápido y casi me caigo. Esa cueva no es normal. Pero las mentes nunca han construido esto.
Dentro no se ve nada, absolutamente, por eso paramos para encender las antorchas, y dejamos a los caballos amarrados en la entrada. La cueva, a priori, parece completamente normal, pero el suelo ha sido tratado, porque es recto y pulido. Las gotas caen desde el techo, pero no lo horadan, sino que resbalan hasta el borde, donde unos surcos se la llevan. Esto no es normal.

—Prepara tu arma, aquí habrá algo gordo —dice —. Esperemos que sea bueno.
—No tengo arma.

Nuestras voces se escuchan con reverberación, y nada más se oye desde el interior, tan solo la decena de gotas que repiquetean en el suelo. Un estruendo suena desde fuera, también a los caballos relinchando, nos giramos para ver, y seguimos intentando ver, hasta que nos calmamos. Tan solo es una tormenta. El camino comienza a girar hacia la izquierda, y a descender. Es una rampa de piedra fría y húmeda, pero no resbalamos, y me fijo que en el techo hay una línea azul justo en la mitad. Cuando el camino da la vuelta completa, una sala circular acaba con la cueva, no hay nada más. El techo dibuja una bóveda que devuelve un brillo azulado, y algo escrito en las paredes. ¿Son dibujos?

—¡Mira! —me dice—. En estas paredes hay algo.

Comienzo a ver los dibujos de izquierda a derecha. Hay unas figuras humanoides juntas, con los brazos extendidos hacia cuatro figuras más grandes, de casi dos palmos de altitud, a la derecha. De las cuatro, dos tienen el pelo largo. Más a la derecha, vuelven a aparecer las cuatro figuras del principio... así que son escenas. Entonces, en esta segunda escena, las cuatro figuras grandes aparecen junto a las figuras pequeñas, y en el centro hay una hoguera. Además, las personas más bajitas están arrodilladas, postrándose. ¿Son las figuras pequeñas un poblado, y las grandes son... dioses? Miro a mi alrededor. ¿Quién construyó esto?
Continúo con los dibujos, que parecen estar contando una historia. Las cuatro figuras grandes enseñan a los pequeños a manejar el fuego, y a pescar. Pero luego, dejan de aparecer. Miro más adelante, pero no parece que vuelvan a salir, sin embargo, ahora hay otros en su lugar. Junto a los hombres pequeños, ahora hay unas figuras mucho más grandes que los anteriores. Son tres, y parecen máquinas, con cuerpo humano, cables, líneas rectas, y un solo ojo. Al principio, el pueblo los venera de la misma manera que a los primeros. Estos tres les enseñan otras cosas... Aparecen todos en un gran palacio, con las tres figuras en lo alto y el poblado a la izquierda, completamente postrados, adorándoles. En otro dibujo, la máquina del centro alza el brazo hacia arriba, y en el cielo hay dibujado un ojo.

—¡Albino!
—Tío, estos dibujos son rarísimos, ¿quién los ha hecho?
—Ven a ver esto, corre.

Le cuento lo que he descubierto, la historia que están contando. Cuando le muestro el ojo en el cielo que la máquina está señalando, tanto él como yo pensamos lo mismo: está enseñándoles lo que ve Mentes.
Estas figuras deben de ser las mentes en sus comienzos, educadas por unas máquinas. En la historia, las máquinas enseñan al pueblo a cultivar, a domar animales. Pero... ¿qué es eso? ¿Los están...?

—Los están matando —dice.

No tiene sentido. Seguimos avanzando por los dibujos, en los que las máquinas están masacrando un pueblo en el que cada vez son menos. El pueblo huyó a las montañas. Y la historia se acaba ahí, y el último dibujo muestra una sala, con una columna en medio, en cuya columna hay un círculo que parece emitir luz propia. Nada más, después. Hay un espacio en blanco para un último dibujo que nunca se hizo.

—Esto no tiene sentido —digo—. Si este pueblo es el vuestro, ¿por qué lo matarían? Vosotros no estáis muertos.
—A no ser que no seamos nosotros.

Subo la antorcha para poder ver mejor el techo, de color azul, de un material distinto a la roca. En lo alto en un punto de la pared, aparece un gran ojo cerrado, dibujado toscamente. El azul que cubre el techo por completo es el mismo que dibuja una raya en el techo de toda la cueva.

—¿Qué es este material azul? —digo.
—Es idéntico a la piedra que está estudiando Erudito, pero este no emite luz.

Miro hacia el último dibujo de la historia, un círculo que parece emitir brillo. Optimismo, entonces, se desploma. Está tumbado en el suelo, y la antorcha sobre su pecho, cuando se la quito, se ha quemado parte de la ropa, y también se le ha quemado algo la piel, pero está regenerándose sin problema. Él me mira, casi no puede respirar.

—¿Qué pasa? Eh, ¿qué te pasa?

La mitad exacta de mí herviría de placer si el Albino muere aquí mismo, la otra mitad, le lloraría para siempre.

—El trabajo —dice, sufriendo por hablar—. La hipoteca...

Por lo menos media hora llevo sosteniendo al Albino, que parece que va recuperando las fuerzas. En más fragmentos en los que ha podido hablar, me ha hablado del despido. ¿Por qué no puedo ver lo que ocurre ahí arriba? Nunca he podido hablar, pero ahora ya no puedo ni ver, ¿qué me pasa?
Cuando Optimismo se recupera, apenas hablamos de lo que hemos visto en esta cueva. Tiene las manos en la cabeza, y en algún momento ha susurrado la palabra traición. Pasamos la noche allí, y a la mañana siguiente le comento mi idea de visitar el Faro. Me pregunta por qué, y yo le digo que igual que hay una cueva al noroeste, puede que haya otras estructuras en los otros tres puntos cardinales, y le dije que prefería evitar los caminos del norte por el frío. Es todo una vulgar mentira, me encantan los lugares fríos, pero quiero llegar ya al Faro ahora que tengo excusa. Albino acepta.

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Mentes no hablará de su despido. Stille lo ha decidido así, Susurro no se ha opuesto, y ya que son ellas las gestoras, no vamos a marearlas... No tenemos cuerpo para debatir. Energía trató de perseguir a Dante sin ser descubierta, pero se fueron sin dejar rastro alguno. Por mi parte, he decidido que a partir de ahora no soltaré mi espada negra bajo ningún concepto, hasta dormiré junto a ella, y dormiré en el comedor, o junto a las escaleras, el lugar en el que mejor escuche al enemigo llegar en caso de ataque, eso las noches que duerma. Esta mañana nos hemos despertado temprano, antes que Mentes, aunque así descanse menos, podremos hacer mejor nuestras tareas. Social y Afrodita hacen la primera patrulla, por el camino que lleva a las Tierras Inexploradas, para avisar en caso de un ataque por parte de Miedo. Repar arregla el comedor con sus instrumentos y su brazo mecánico.
Estoy con Duch y Narciso, fuera de la casa, en el jardín, donde hemos sacado tres sillas, ellos hablan, yo solo miro hacia abajo, no me apetece participar. Me apetece repasar todos los buenos momentos que he vivido con Erudito, uno a uno y por orden cronológico, cuando me educó, cuando diseñó mi primer atuendo de batalla. Cuando Social le hacía reír, y comenzaba a entrarle la risa floja, y ya cualquier cosa le hacía reír. Recuerdo cuando Razón, él y yo hablábamos luego en privado, haciendo comentarios sobre la reunión de mentes y cómo estaba avanzando el mundo, recuerdo cómo me escuchaban cuando hablaba, y hablaba poco porque era una jovencita junto a dos hombres que sabían mucho más del mundo. Y ellos me escuchaban y me tenían en cuenta. Confiaban en mí. Y lo siguieron haciendo, cuando me contaron que sabían que había un traidor. Lo vimos tarde. No quiero llorar... Y recordar estas cosas no hace más que pesarme, hace más difícil superar que ya no esté, que ya no vaya a volver a reírse, pero le demuestra, si puede verme, si ahora puede leer mis pensamientos, le demuestra que me importa.
Razón no se ha movido de donde está en toda la noche. No ha querido que nadie le acompañe.

—La última vez que hablé con la niña fue para decirle que dejara de cantar tan fuerte, que me estaba alterando y no quería hacerme pequeño —dice Duch—. Ahora sí que no puedo hacerme pequeño. No debería haberle dicho eso. Es que me chilló, y yo le chillé a ella, y al final, ¿para qué? ¿Y si ahora le pasa algo? Nunca me lo perdonaré.
—Te entiendo —dice Narciso.

No quiero pensar en la pequeña. No quiero pensar en nada. Duch está sentado en la silla, echado hacia atrás, con cara triste. Su piel morena refleja un brillo bronceado del sol, y su melena rubia pálida, rizada y revuelta, ondula ante el viento. No lleva camiseta, y su piel, escamada en el pecho y los hombros, siempre me ha dado cierto repelús. Cuando se altera, Duch convierte su enorme cuerpo en uno pequeño, raquítico y ágil, y su martillo de dos manos se convierte en dos cuchillos. Nunca le he encontrado sentido a su transformación, tampoco le he preguntado nunca, ni siquiera si le duele. Lo único que sé es que estaba entusiasmado organizando el cumpleaños de María, y ahora no quiere hacerlo, ni siquiera hemos querido comer.
No, ninguno de los tres hemos querido ir a comer. Así, quietos, tirados en sus asientos, dejamos pasar la tarde en la que Mentes finge ir a trabajar como si todo fuera absolutamente normal, pero cada vez que miente, unos temblores recorren las entrañas del mundo. Cuando Social y Afrodita llegan, nos toca a Narciso y a mí hacer guardia, pero antes hay algo que debemos hacer.

Repar saca el féretro de su garaje, uno que creó hace casi un mes, sin que Razón lo supiera. Lo subimos entre los dos hasta el cuarto de Erudito, en el que Razón nos está esperando, con lágrimas en el rostro, ojeras y los ojos rojos, pálido. Aún está dándole la mano...
La piel del pobre viejo es amarillenta, llena de manchas. Apenas es un montón de huesos, sus gafas están en la mesita. Razón ha peinado un poco su barba y su pelo, aplastado de estar tantos días tumbado en la cama. En su pecho hay un agujero del que no sale sangre, una herida que quiero grabar en mi cabeza para no olvidarla nunca y recordársela al hombre que la provocó. Los tres bajamos el féretro de nuevo por las escaleras, allí se nos une Susurro.
Social nos abre la puerta trasera, serio. Se ha arreglado la barba, y se ha puesto sus mejores ropas. Fuera, en el jardín trasero, el aire se ha enfriado, y el sol no tiene fuerza. Razón y Susurro cargan con el féretro delante, Repar y yo detrás, izquierda, derecha, izquierda, derecha. Servatrix llora desconsoladamente, Afrodita la está abrazando, las dos sentadas junto al resto de mentes, alrededor de un agujero que cavamos ayer por la noche, izquierda, derecha, izquierda, derecha. Razón está temblando, y apenas puede cargar con el cuerpo, Optimismo y Eissen deberían estar aquí, Madurez debería estar aquí, izquierda, derecha, izquierda, derecha...
El sonido seco contra la tierra. El chasquido de la cerradura al abrirse, solo abriéndose hasta el cuello de Erudito, para que todos los que quieran, puedan despedirse. Todos tocan su frente, diciendo una última frase. Servatrix le besa, y deja las marcas de las lágrimas en su frente. Yo no digo nada, igual que su hermano. Dos cuerdas, que bajan el cajón hasta lo profundo. Cavamos el agujero en un lugar del jardín que no molestase a Tempos cuando pasease con Madurez de nuevo por aquí...

—Mentes, amigos, familia. —Relativismo se levanta cuando el resto se sienta—. Hoy hemos perdido a uno de los nuestros. Una mente brillante. Una de las mentes más indispensables y legendarias que este mundo ha conocido.

Desde el lugar en el que me siento no puedo ver la madera negra, por eso me levanto. Relativismo sigue hablando.

—Todos te recordaremos por siempre, Erudito. Ahora eres parte del viento y las estrellas.

Todos lo repetimos al unísono, eres parte del viento y las estrellas. El viento frío que ahora nos golpea, las estrellas lejanas que nos miran indiferentes en la noche. Un búho con ojos brillantes aguamarina vuela hasta el hombro de Relativismo. En su paso, deja una estela verdosa.

—El búho es el animal que representa la inteligencia y el conocimiento —dice Energía, a través del walkie en la mano de Repar—. No se me ocurre mejor manera de verle por última vez. Propongo una promesa conjunta.

Los ojos brillantes del ave miran a todos uno a uno, de derecha a izquierda.

—Por Erudito, recuperaremos a Madurez, su pupilo, y la traeremos aquí sana y salva. Lo prometo.

Lo prometo, decimos todos. Él nos la arrebató. Él nos lo arrebató. Dante. No descansaré hasta saber por qué, hasta que todo vuelva a estar como antes, pero todo no estará como antes, por su culpa, y se lo haré saber... lo prometo.

Hércules camina al trote de forma mansa, relajada, mientras que Ninfa parece ir más ahogada, no parece aguantar la fuerza de mi caballo, aunque no parece cansarse. Narciso cabalga sobre ella, con el pelo recogido en una coleta, tarareando una canción, una y otra vez, debe ser la cuarta vez que la tararea y le digo que pare de una vez.

—¿Sabes qué? —dice—. Creo que deberías retomar tu antiguo aspecto.
—¿Cómo?
—Sí, ya sabes, las dos coletas a los lados que hacían tirabuzones, te quedaba muy bien con tu forma de la cara. La media melena está bien para pelos más brillantes, y el azul oscuro no es que brille mucho.
—No voy a cambiar mi peinado.
—¿Has pensado en pintarte los labios? Un tono oscuro haría que tu piel se viese más pálida y aumentaría el contraste.
—Solo las niñas se pintan.
—No, Afrodita se pinta, y Madurez le robaba de vez en cuando su maquillaje. Hasta Susurro y Servatrix lo han hecho en el... bueno, en lo que acabamos de vivir, quiero decir que es algo...
—¿Me ves con cara de que me importe una mierda parecer más guapa?

Procuro que el tono con el que se lo digo quede lo suficientemente áspero para que no venga con esas bobadas un día como hoy.

—Bueno, lo siento —dice—, yo solo quería distraerte.
—¿Me ves con cara de querer distraerme? No es un buen día.
—¡Bueno! Pues perdona si yo quiero olvidar de alguna manera lo que acaba de pasar. Puede que tú seas todopoderosa a la hora de resistir la tristeza, pero algunos necesitamos otra vía.

La tarde resulta aburrida. Caminamos lejos, hasta poder ver a lo lejos el gran puente doble que une la isla de las mentes con las Tierras Inexploradas. Los acantilados escarpados de esa otra isla y su paraje yermo te hacen dar gracias por vivir en este lugar, y no en aquel. Narciso propone, volviendo, bloquear el puente. Yo prefiero que vengan.
De nuevo en la casa, llegamos según Mentes llega de su supuesto trabajo. En realidad ha estado en un bar, bebiendo un poco, y le ha contado a su mejor amigo lo que le ha pasado. Stille seguro que no está de acuerdo, pero seguro que Susurro no ha podido aguantarse. El amigo ha dicho que preguntará a su jefe para ver si pueden enchufar a Mentes, y parece contento. Optimismo, esté donde esté, sabemos al menos que está vivo.
Repar ya ha terminado de arreglar el comedor salvo dos o tres detalles, y parece casi nuevo. Cuando subo al cuarto para darme una ducha, escucho el llanto de Servatrix.

—Siento haber dudado de ti. Lo siento mucho...
—No pasa nada, venga. —Repar está con ella—. Ahora ya has visto que soy tope de fiar, ¿ves? No hay cosa que no se aprenda de una mala experiencia.
—Se la ha llevado... Cariño, se la ha llevado...

No escucho más que a Repar susurrando las típicas cosas que se susurran mientras uno da un abrazo. Me rompe verla así. Servatrix estaba muy unida a Erudito, fue una de las primeras mentes que pobló el mundo, junto con él y Razón, eran la trinidad de la experiencia aquí en la casa, y ahora los dos que quedan están hechos polvo. Dante podría haberse llevado a cualquiera, a mí, ojalá me hubiera llevado a mí, pero no, tenía que llevarse a la niña, tenía que... El rubí. Empiezo a sentirme débil, yo así no puedo darme una ducha, mejor que dé un paseo.
Salgo y cruzo el jardín directa hacia la playa, donde la brisa marina me acaricia y me hace sentir un poco más viva. Le pediría a Razón ir a pescar con él mañana para hacerle compañía, si no fuera porque, con Dante en nuestra contra, ya no hay un guerrero tan habilidoso como yo que guarde de la casa, y más con una amenaza pendiente de Miedo.
Escucho las flechas de Susurro impactar en las dianas de madera, a mi derecha. Salta de un tocón de madera a otro, de diferentes alturas, algunos superan los dos metros, otros son tan estrechos que solo cabe un pie, y en equilibrio, lanza las flechas de su arco, pero donde antes acertaba siempre al centro, ahora apenas da a las esquinas, otras caen peligrosamente en la arena. En un mal paso, se resbala y cae, grita y lanza el arco lejos, y rompe a llorar. Stille, que está lanzando shuriken a un poste, corre al oírla, se arrodilla a su lado, comprueba que esté bien.

—¡Quería que fuera con él! —grita Susurro—. ¡Y casi le digo que sí! Es un monstruo. ¡Un monstruo! ¡Lo siento mucho!

Susurro prácticamente grita aunque no hable, con sus sollozos. Stille se coloca detrás de ella y la arropa con sus brazos desde atrás, y Susurro agarra los brazos de Stille con fuerza, y se junta más a ella. Stille, serena, se quita su máscara de boca, la lanza lejos, vuelve a abrazarla, y besa lentamente su cabeza. Susurro se calma, poco a poco, apoyada en su pecho.
No puedo soportar esta atmósfera, están todos muy tristes, y tengo parte de culpa. Si hubiera acertado quién era el traidor, puede que no recuperara a Erudito, pero Madurez estaría con nosotros. Si hubiera agarrado el pie a Dante en las escaleras, quizá hubiera podido trepar y reducirle junto con Energía y Madurez. Pero yo fallé, y ahora la niña no está.
Paseo rápido por la playa, hasta que desaparece y se convierte en piedras, y las piedras en tierra, una tierra al este que comienza a ser invadida por la jungla que hay al norte de la casa. Es un bosque espeso, perfecto para que no me vean desfallecer, para que no me oigan gritar, recuerdo una a una las cosas que sucedieron la mañana de ayer, y dejo que el rubí me quite las fuerzas, pateo los charcos, las piedras, deseando hacer daño a algo, un árbol está caído, con la mitad de su tronco roto, saco la espada y le corto con todas mis fuerzas, le corto, le corto, ¡le corto! Las astillas saltan en mi cara, pero me da igual, me he hecho daño en la mano y me aseguro hacérmelo en la otra, caigo al suelo de rodillas, sin poder más, cuando solo le queda una estocada para romperse por completo, y reuniendo fuerzas, doy el último mandoble antes de que mi cara toque el barro.
Quisiera desnudarme y correr a la playa para que el viento frío y el agua congelada me quemaran de dolor, y así poder olvidar de alguna manera lo que ha pasado.

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Según el caballo se para, vomito. Dante maldice, se baja y me deja caer al suelo, en el que caigo de culo. Me siento fatal. Estábamos en la casa, y al salir a los jardines, de pronto estábamos en otro lado, luego en otro,  yo quería mirar hacia dónde íbamos pero entonces ya habíamos cambiado, la cabeza me da vueltas. Toco el suelo con las manos, aquí está el suelo, ya no va a cambiar más, este es el suelo. Dante limpia lo que haya ensuciado en su caballo, maldiciendo. No puedo moverme, porque la luna Desánimo me ha robado las fuerzas. Ahí está, en plena mañana es de noche y la luna es grande y es roja. Lo que pasa es que es una capulla, a ver por qué nos hace esto. Si a Mentes le despiden, no pasa nada, busca trabajo y lo encuentra en seguida, pero por culpa de la luna idiota estoy aquí. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué Dante me ha cogido? Me ha amenazado, y ha golpeado a Luchadora.

—Oye, ¿me has secuestrado?

Dante me mira con extrañeza, da un cachete al caballo y este desaparece. Se acerca a mí, y se me queda mirando.

—¿Y lo dices como si nada? Eres de lo que no hay.
—¿Por qué has golpeado a Luchadora? ¿Me has secuestrado?
—Sí, te he secuestrado.
—¿Por qué?

Me agarra de la camiseta y tira de mí, pero apenas puedo resistirme. Veo montañas, veo bosques y veo el mar, pero lo veo desde mucha altura. No conozco nada de lo que veo.

—¿Dónde estamos?

Él sigue tirando y yo me intento escapar, pero como si nada. Entramos por una puerta a un interior y la luna ya no ilumina con esa luz roja, es un interior hecho de piedra, como un castillo, pero no parece estar hecho por bloques. El culo aún me sigue doliendo, tengo mal cuerpo por el caballo, y Dante tira con fuerza hasta dejarme dentro de una celda, y me ha hecho daño. Me tira mi chaqueta amarilla, y me cierra la puerta. Pero, ¿quién se ha creído para hacerme esto? ¿Qué he hecho? Junto a Dante, hay un hombrecillo, un enano, de piel sucia por el carbón y con taparrabos, me da mucha grima, es muy feo. Los dos susurran, el enano asiente, y se marcha.

—¡Eh! ¿Se puede saber por qué haces esto? —le grito todo lo que puedo.

Dante me mira, sonriente. Se para junto a una ventana lejana, que ilumina de rojo su chaqueta blanca. Estoy en una sala grande, ovalada, toda hecha de piedra recta y pulida.

—¿Por qué no te afecta la luz de la luna? —digo.
—Porque no soy una mente como tú, pequeña. Lo curioso es que, aun así, la luz roja de la luna debería afectarte menos de lo que te afecta en realidad.
—¿Por qué?

De nuevo, calla. Le digo, eh, si me vas a secuestrar, tengo derecho a saber lo que está pasando, pero nada, él se va por la puerta y la cierra. No hay nada más en la sala, ni una mesa, ni un cuadro, nada. Ni siquiera hay un orinal, y tengo pis. La celda en la que estoy es enana, es cuadrada, tendrá dos metros por cada lado y creo que dos también de alto, y no puedo pasar a través de los barrotes. Y tampoco se abre sin una llave. Lo único que hay es una ventana, algo lejos de mi celda, pero de la que puedo ver un poco si me pego a los barrotes, pero apenas puedo levantarme, así que solo veo cielo. Poco a poco la luz roja de la luna se va aclarando, y cuando me levanto veo el mar, el comienzo de una montaña que empieza a subir, y lo que parece ser un bosque de árboles púrpura. No parece que esté cerca de casa.
Cuando Dante aparece, mucho después, me pregunta cómo estoy, y yo le grito que mal, que tengo mucho pis, que me muero de hambre. Él, rato después, me da un orinal, pero nada de comida, y le dice al enano que me lo cambie cuando se llene. Esto me da mucha vergüenza.

—¿Quién te crees que eres para hacerme esto, eh? —le grito.
—El único que hace lo correcto, me temo.

Parece que está furioso. Saca la piedra azul que miraba Erudito del bolsillo, y un trozo de metal del otro. Se acerca a mí con ellos.

—Estas dos cosas, pequeña, son la clave para matar a Miedo, y a todos sus lugartenientes, hasta llegar a Mal.
—¿Quién es Mal?
—¿Nunca te lo han contado? ¿Ni siquiera yo? —Yo le niego con la cabeza—. Está bien. Mal es lo peor que tiene este mundo, lo más podrido e infecto que te puedas imaginar, el origen de todas nuestras inseguridades. Pero Mal vino de fuera, no se creó con el mundo. Yo voy a extirparlo.
—¿Y por qué no lo haces con los demás?
—¡Porque los demás no quieren!

Su mirada de nuevo es de muy enfadado, y respira muy fuerte, y poco a poco se va calmando.

—No están dispuestos a pagar el precio por la libertad —dice—. Así que yo lo pagaré con ellos, y tú estás conmigo para que no me lo impidan.
—Cuando me escape, les contaré todo esto.

Él ríe con mucha fuerza, y se va. Mucho más tarde, el enano me trae comida y vacía mi orinal. Me siento humillada. Por la noche tengo hambre de nuevo, me duele el culo cuando me siento y las piernas cuando estoy de pie, pero nadie viene a verme. Hace mucho frío, uno que mi chaqueta no puede abrigar, el suelo de metal está congelado. No puedo dormir, tampoco, no quiero dormir, estoy muy incómoda, estoy lejos de casa. Empiezo a echar de menos a los demás, me doy cuenta que voy a estar muchos días aquí, y me pongo muy triste. No debí haber desobedecido a Optimismo. No debería ni siquiera haber ido con él. Debería haber estado con Erudito, haber hecho los deberes, y quizá así no hubiera pasado nada. La ventana está muy negra, salvo el brillo en el mar que hace la luna. Tumbada y tiritando, me cae algo en la cabeza, que no he visto porque estaba mirando a la pared. Es una manta, y una almohada. Dante no se va, se queda de pie en la sala, mirando la luna desde su ventana más alejada, yo me arropo con la manta y solo le miro, está quieto, no se mueve. No pienso dormirme con él cerca.

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