16 de mayo de 2018

Tres luces que brillan.


Me despiertan los pájaros por la mañana. Nooo, no, quiero seguir durmiendo... La luz que se filtra por la puerta es muy molesta, me coloco la almohada encima de la cabeza, pero es mucho peor. Si duermo boca arriba, me da la sensación de que no voy a poder respirar cuando duerma, si me pongo de lado tapa o los ojos o los oídos, pero no las dos cosas, y encima el cuello lo tengo demasiado torcido. Si me pongo boca abajo... ¿Quién podría dormir boca abajo?
Intento calmarme y no pensar en nada, así que me pongo un gran fondo blanco en la cabeza, porque quiero dormir. Escucho aún los pájaros afuera, ¿cómo se llamaban? ¿Jilgueros? Ya ni me acuerdo... A lo lejos distingo los sonidos de la forja, porque deben tener las puertas abiertas, pero no es el típico sonido de sierras. Parece maquinaria.
Pero no quiero pensar en nada, a ver, un fondo blanco. Venga, vamos a dormir, que tengo sueño... ¿Por qué no puedo elegir cuándo dormirme? Es muy pronto, más allá del cielo está Mentes comprando el pan, pensando en sus cosas. Pero no sé en qué piensa, porque no sé en qué piensa Dante.
¡Y yo no quiero pensar en nada! Ya está, seguro que ahora no me duermo. Erudito me regañaba con eso de la hora, como si tuviera que ser una mente de provecho, si aún soy joven. La última vez que le vi, no se encontraba muy bien... No sé cómo está ahora. Antes tenía a las mentes, ahora no sé a quién tengo. Si quedamos tan pocas, voy a tener que ser productiva, porque Dante está visto que no puede llevarlo todo, en algún momento se volverá a equivocar y causará otro destrozo. Me pongo la chaqueta, salgo y empiezo a bajar las escaleras para desayunar algo, mientras investigo qué puede pasarle a Mentes por la cabeza. ¡Más vale que me ponga al día si en algún momento voy a heredar todo esto!
Y descubro qué ha pasado, no es algo que pueda saber al cien por cien, pero es una idea, una sensación general en el ambiente... una temperatura en la cabeza de mentes. No puedo leer la carta, ni sé dónde está, pero sé lo que ponía en ella. Me paro en las escaleras, y respiro, y luego respiro otro poco más...por lo menos siete veces. En lugar de bajar a por el desayuno, debo hablar con él, en lo alto de la torre.
Dante se encuentra como siempre, sentado de piernas cruzadas, elevado varios centímetros y rodeado de aura blanca, en la terraza. Todo afuera se ve gris e inusualmente blanco, el cielo está cubierto de nubes.

—Lo sabes, ¿no? —dice Dante.

Su pelo se mueve con el aire que levanta su aura blanca hacia arriba. En sus manos tiene la espada blanca, y en su guarda de energía, la piedra flota, brilla mucho.

—No quiero perderla a ella también —dice.

Me pongo frente a él. Sus ojos están abiertos, pero no veo pupillas en ellos, son completamente grises... creo que una lágrima recorre su mejilla.

—¿Y qué esperabas? —digo—. Hace más de una semana que no le diriges la palabra, no has estado con ella... Ni siquiera la miraste.
—¡No sabía qué decirle!
—¡Pues dile la verdad! —digo.
—No es fácil, ¿vale? Estoy muy concentrado absorbiendo el conocimiento de la piedra.
—¿Y ese conocimiento justifica todos los errores que estás cometiendo?
—¡Sí!

Levanta la cabeza hacia mí, pero no le encuentro en esos ojos blancos. Me estoy dando cuenta de que tengo los puños muy cerrados.

—¿Ah, sí, lo justifica? —digo—. ¿Todo?
—Cuando derrote a Mal, desharé todo lo malo que nos está ocurriendo. Seré un dios.
—¡A la mierda tu dios y tu piedra! —grito—. ¡Julio está muerto, Dante! ¡Por más poderoso que seas no va a volver!

Dante abre mucho los ojos, luego mira hacia otro lado.

—¡No sirve de nada derrotar a Mal si no cuidas lo que tienes ahora! —sigo gritando—. ¿Y María qué? ¿Intentarás volver a conquistarla cuando ya no nos quiera y tenga una nueva vida?
—¡Por eso es importante que...! —dice.
—¡Cállate! ¿Resucitarás a mis mentes cuando todo acabe?

Dante calla. Está cabizbajo, con los ojos cerrados. Despacio, desengancha la piedra brillante de la guarda y la deja en el suelo, el aura blanca desaparece, y él vuelve a quedarse sentado como el resto de mortales. Aunque la piedra azul ahora tenga fundida la extensión de metal en uno de sus lados, sé que estoy mirando la gema del narrador de mi libro. Abro las manos, cuando me doy cuenta de que me he hecho sangre con las uñas.

—Sabes que no puedo resucitar a nadie, Madurez —dice.
—¿Por qué no hablas con María?
—Porque no sé cómo hacerlo.

Me mira. Incluso sin aura, sus ojos siguen blancos, y su pelo aún está suspendido, como si no hubiera gravedad.

—Sin embargo, he localizado a tus compañeros —dice—. Quedan pocos, pero sé dónde están.
—¿Dónde? —casi estoy gritando.
—Lejos. Miedo les ha transformado en sus secuaces.
—¿Cómo... que sus secuaces?
—Ahora mismo sus cuerpos y sus pensamientos pertenecen a Miedo.

Es... ha sido...
Me siento frente a él. Tengo la sensación de que ya no sé cómo respirar. Hubiese preferido oír que todos murieron, a saber que ahora son como los muñecos... como zombis.

—¿Qué podemos hacer? —digo—. ¡Dante!
—Puedo curarles.

Me acerco despacio, siempre sentada, y pongo la mano sobre su pierna. Él se ha sobresaltado un poco.

—Dime que es verdad —digo.
—No puedo resucitar a los muertos, pero esta gema tiene el poder de deshacer cualquier poder. —Levanta uno de los puños, hasta la altura de su cabeza—. Cuando complete mi destino, mataré a Miedo y liberaremos juntos a tus compañeros.
—¿Cuántos quedan?
—Pocos. La mitad por lo menos.

Una de las lágrimas cae sobre mi brazo. Está templada, y húmeda, según se resbala por mi piel.

—Pero voy a necesitar tu ayuda —dice.
—¿En qué?

Dante suspira.

—Eres más importante de lo que crees —dice—. Tienes oculto un gran poder que, cuando lo desarrolles, será clave en mi lucha contra Miedo.
—¿Cuál? ¿Cómo lo sabes?
—Mi habilidad es conocer a cualquier ser vivo mirándole a los ojos. —Me mira, y yo aparto la mirada de sus ojos blancos—. Desde el momento en el que naciste, supe que estabas destinada a acabar con Miedo junto a mí.

Me siento como si estuviera desnuda frente a él. Me alejo un poco, con la mirada aún fija en los árboles del final del valle, y en las olas de la costa sur.

—Si te ayudo, ¿liberarás a las mentes? —digo.
—Madurez... nunca he querido vuestro dolor, ni vuestra extinción. —Esta vez, sí le miro—. Por más que lo parezca.
—¿Y cómo sabré cuándo, o cómo actuar? —digo.
—Simplemente ocurrirá.

Me marcho de allí, con la sensación extraña de que nada es verdad. Cuando era pequeña, me crié en un mundo de mayores en el que Dante era otro más, un guerrero como Luchadora, pero que se encargaba de otro tipo de problemas. Nunca me dijeron nada sobre su poder, ni su edad, ni sus intenciones.
Es como... ¿Quién de todos me mintió durante toda mi vida? Ya no sé si dejarme llevar hasta que todo pase, o plantarme ante todos y decirles que no, que se muevan ellos. ¿Pero cuándo se ha hecho lo que yo quiero? Dante es un prepotente, pero si tiene razón, debo rescatar a las pocas mentes que queden vivas. Debemos volver a tomar el control de este cuerpo antes de que Dante destroce su vida.
Epón me pregunta, pero no le hago caso. Solo quiero pasear, que me dé el aire, llegar despacio a la biblioteca. El bosque está apagado, pero tiene pinta de que pronto va a llover.
Abro la puerta de la biblioteca yo, pese a las continuas quejas de Epón. Miro todas las portadas de los libros, hasta que caigo en la cuenta de que el que estoy buscando tiene el número dos en el lomo.

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Un poste de madera húmeda permanece clavado en la tierra, repleto de agujeros, de astillas, de liquen. Alguien lo puso ahí, pero no veo a nadie vivo en kilómetros a la redonda. El pájaro que hay arriba sigue dando vueltas en círculos alrededor de nosotros, mientras Energía mueve las manos detrás de mí, ensimismada, murmurando alguna que otra palabra suelta de vez en cuando mientras Lorraine se mueve a paso cada vez más acelerado, y con cada vez más frecuencia debo estirar las riendas para que pare. Social está detrás de Energía. No le veo, pero también le oigo susurrar palabras ininteligibles... Estoy en en la montura de los raros.
Afrodita se retuerce delante de mí, envuelta en un mal sueño, y cuando en el camino atravesamos un surco, aprieta con más fuerza su bastón, del que la esfera roja del final brilla por momentos con más fuerza.

—Estoy cansado —dice Jil, que va a pie con Jacob.
—¿Sabes manejar a Lorraine? —le digo—. Y yo me bajo.
—Jamás me sentaría en ese bicho —dice.
—No eres el único —contesto.

Jacob mira a Jil, pero no dice nada. Se acerca a Lorraine, acaricia su colmillo, y pese a las resistencias de la puerca, acaba tocando su frente. El animal se detiene, de pronto, y vuelve a caminar, de una forma más pausada y regular. Jacob continúa acariciando su cara.

—A la Señorita Lorraine aún le duele la herida que os hicieron las máquinas —dice Jacob.
—¿Sufre por veneno, también?

Él solo niega con la cabeza. Luego, ríe.

—Ella quiere que sea yo quien la monte.

Tiro bruscamente de la correa, la gorrina chilla, y se aleja de Jacob. Sé que él me mira con malos ojos, pero no pienso rebajarme y seguirle el juego.
Ahora que no tenemos monturas para todos, no vamos a llegar nunca a nuestro destino. Los pinos avanzan de forma lenta, uno tras otro, poco a poco el paisaje va cambiando a uno exactamente igual, pero con distinta distribución de árboles. Escucho el río a la izquierda, donde pronto deberíamos rellenar nuestras cantimploras, antes de que vuelva a irse lejos de nosotros. Hago cálculos rápidos. Apenas queda comida en nuestras alforjas, y seguro que ninguna de ella existirá para mañana a esta hora. Nuestro tiempo se agota, también nuestras fuerzas, y las montañas del sur que nos separan de la torre de Dante aún se ven lejanas.
Defensor, tú tienes la culpa de todo esto. Solo tenías que hablar con ellos, indicarles el camino hasta Dante. Los Creadores serán unos dioses farsantes, pero nos barrieron como si fueran tanques. Hubieran llegado, hubieran matado a Dante, y nos hubieran traído a Madurez. Solo tuviste que decirlo, Defensor.
No era tan difícil. No valía la pena, Denfensor. Eres un masoquista, un mártir, seguro que disfrutaste cuando diste tu vida por la de la niña, Defensor. No tuviste en cuenta la tortura que soportaríamos después, ¿verdad? No lo tuviste en cuenta porque sabías que ibas a morir, así que, ¿para qué? ¿Para qué preguntar a los demás si estaríamos de acuerdo? ¿Se lo preguntaste acaso a Servatrix? ¿Y a Narciso, o Relativismo, o Susurro?
No, no preguntaste a nadie. Ahora no tenemos comida, las montañas están lejos, la niña sigue cautiva, y todo por tu culpa. Por no confiar en quien iba a matarnos. Por dejarnos la mierda a los que íbamos a sobrevivir.

—¡Luchadora!

Pestañeo varias veces, hasta recobrar el foco, la luz, el camino. Jacob me está mirando.

—¿Estás bien? —me dice—. Estabas murmurando cosas.

Golpeo el rubí con los nudillos, y aprovecho el claro en el bosque para espolear a Lorraine y adelantar a Stille. Este claro se parece muchísimo al que acampamos anoche. Sigo hacia adelante, intentando no escucharles, contando desde ya los segundos hasta dejar atrás este bosque.
Lorraine comienza a descontrolarse, hace aspavientos bruscos con la cabeza, y se sale del camino. Noto las manos finas de Energía tirando de mis hombreras, y luego ese sonido viscoso y disperso, cuando las patas de la puerca se hunden en un charco de lodo, y hace volar gotas marrones más allá de nuestras cabezas, algunas hacia nosotros. Tiro fuerte de las riendas, y aunque lucha, Lorraine acaba cediendo y sale del cenagal para volver al camino.

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Dante apenas come. Si sigue así, viviendo a base de agua, va a acabar muriendo, y a mí me da igual lo que le pase, pero necesito que las mentes que quedan vuelvan a mi lado, mejor dicho, al nuestro. O solo al mío... da igual. Miro a las nubes con los ojos cerrados, y dejo que el aire húmedo me acaricie, igual que la hierba que se abre paso entre los dedos y acaricia mis muñecas, y los lados de mis tobillos. Pronto va a llover, y espero estar aquí cuando lo haga. ¿Cuánto llevo aquí, recluida en la torre? Cuando el aire mueve mi pelo, lo noto más pesado.
Epón carraspea a lo lejos, y yo hasta me había olvidado que estaba aquí. Abro los ojos, y no los aprieto cuando hay demasiada luz, total, ¿para qué? Hace años, hubiera firmado con sangre por salir de nuestros terrenos, y ahora... Bueno, el demonio ha venido a cobrarse el precio de la letra pequeña. El precio de la libertad es la propia libertad. Sonrío, porque es absurdo, pero es exactamente así, y si hace tiempo me lo hubiera dicho otro, me hubiera reído de él. ¿Y quién se ríe de mí ahora?
Me miro las heridas en la mano, tres medias lunas, dos en la izquierda y una en la derecha. Normal que me haya hecho sangre, con estas zarpas que llevo... voy a tener que pedirle a Epón un cortauñas, aunque dudo que sepa siquiera lo que significa.
Una bocina empieza a sonar a mi izquierda, por los tubos de metal que hay metros a mi izquierda, y cuando acaba de sonar, mis ojos están lo más abiertos que se pueden, y me encuentro despejada de nuevo. Me echo hacia delante, hasta el borde del acantilado, y miro las olas, la costa más allá del acantilado en el que se levanta la torre. Metros debajo de mis pies colganderos hay un pedazo de metal enorme, lo que parece una puerta, de la que se escapan ruidos. ¿Estos enanos no descansan, o qué? ¿No duermen, nunca han hecho la siesta? Mira, que les den. Me apetece estar lejos, y me apetece que caiga el agua, y no lo hace. Me levanto y empiezo a caminar.

—Pero... ¡señorita Madurez! —dice Epón—. ¿A dónde va?
—A la playa.
—¡Eso está muy lejos!
—No sé, ¿lo está?

Miro hacia la terraza de la torre, una esquina diminuta en las alturas. Cojo aire, y chillo.

—¿Lo está?
—Señorita Madurez, cálmese, hoy la noto un poco...
—Vamos a la playa, Epón.

Resulta que continuando hacia el este, el acantilado comienza a bajar y se une con una planicie de hierba, a mi derecha las olas, y a la izquierda, las primeras piedras de la montaña más cercana en el este. Espera, ¿estoy yendo hacia el este? Si el sur está a mi derecha... sí, vale, bien, es el este. Miro atrás, a Epón, que coge aire después de aguantar mi ritmo. Desde este ángulo, el valle parece aún más pequeño, parece encerrado en un tazón de madalenas.
Empiezo a caminar hacia la playa, pero he notado algo raro. A mi izquierda, un enano me está vigilando, desde lo alto de un árbol. ¡No le había visto al principio! Como es marrón...

—¡Eh! —le digo—. ¿Qué estás mirando?
—Señorita, es un vigía —dice Epón—. Tan solo hace su trabajo.
—¡Creía que tú eras mi vigía!
—Y así es... este... tan solo vigila la marea.
—Ya, claro.
—Tenga en cuenta, señorita, que nuestra forja se encuentra junto al mar. Un mal oleaje puede golpear la puerta metálica.

Epón parece haberse sonrojado, y actúa de forma muy nerviosa.

—Ya veo —digo.

Echo otro vistazo al vigía, que simplemente me mira, como si mirase un árbol que se mueve por el viento, o un pájaro. Luego me giro a Epón, luego al vigía otra vez. Ahí está, mirándome. Vigilando.

—Dile que se vaya.
—Señorita, no puedo...
—¡Tengo nombre!
—Señorita Madurez.

Pronto la hierba crece en menor medida, y entre un matojo y otro, de un color crema y sin brillo, asoma la arena. La hierba crece hasta donde baila el agua, y ahí, en la orilla, me quito zapatos, chaqueta y pantalones, y no me importa que esté Epón delante, cojo carrerilla y cuando el agua congelada llega a mis rodillas, me lanzo en plancha, y me dejo levantar por una ola que pasa. Cuando pienso en el agua fría, está caliente en comparación con esta. De hecho, yo no sé por qué no es un cubito, ¡el pelo está tan frío que me quema las orejas! Encima hay piedras en la arena, piedras grandes y rugosas. Pero da igual, porque he llegado a meterme en la playa.
Me dejo llevar por las olas tanto como combato contra ellas para permanecer allí donde está Epón, porque, aunque la corriente es relajada, me lleva poco a poco a un lugar donde ya no hay playa, sino roca. Camino con cuidado, y cuando estoy segura de que solo piso arena, hundo el pie, doblo los dedos y me entierro en ella. Después de una brazada, sé que he tocado algo con los dedos, podría ser un alga, pero no estoy segura, y más allá del agua, solo veo el reflejo de las nubes blancas.
Me hundo, abro los ojos, y me bajo la camiseta que tengo ahora en la cara. De pronto, todo cambia. El agua no me escuece, y todo se ve con tanta claridad... ¡Puedo ver lo que hay varios metros más allá! Veo las algas, que crecen en los bordes de las rocas que sobresalen de la arena, veo las cortinas de arena que arrastran las olas, los peces de color rosado que se mueven tímidos y en hilera, próximos al fondo. El primero juguetea con la roca, como si fuera peligrosa, y después de unos segundos, nada rápido al final de la hilera y el siguiente se acerca. Cuando se mueven, la hilera se mueve en ondas, como una cinta larga atada a un palo, y agitada con fuerza. Incluso cuando el primero se acerca a la roca y el grupo está quieto, la hilera sigue moviéndose de forma ondulada. Ni el frío, ni el oleaje. Lo que más me molesta ahora es necesitar respirar.
Cuando el grupo de peces es tan solo una mancha fina, me doy cuenta de todo el frío, que es como un calor que me impide moverme, y necesito volver pronto, antes de que congele por dentro o algo así.
Epón me espera en la orilla, moviendo los brazos, haciendo amagos de acciones que al final solo acaban en él moviendo los brazos hacia otro lado.

—Señorita Madurez, si me hubiera avisado, hubiera traído toallas.
—No pasa nada, Epón. —Sonrío, y le acaricio la cabeza sin pelo—. Vamos a casa, tengo frío.

El camino es más largo de lo que recordaba, y, debido al aire de invierno, camino tan despacio, que no parece que vaya a llegar nunca. La torre se ve cada vez más grande, tan lentamente... Epón carga las ropas y me dice cosas, a veces, pero no le entiendo. Estoy demasiado concentrada no muriendo de frío. Y cuando por fin piso la piedra de la torre, tiemblo más que nunca, necesito un baño, digo casi sin abrir la boca, pero Epón ya ha movilizado a los enanos que guardan la puerta, y se han ido antes de que acabara de decirlo.
El agua caliente quema. Quema demasiado, caray, joder, se me ha dormido el dedo. El vapor me da en la cara y me dice, Madurez, métete, te voy a derretir. Pronto me voy a dejar derretir. Solo tengo que quitarme la ropa fría y pegada al cuerpo que huele a sal.

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El poste de madera llega como una confirmación de todas nuestras sospechas: sabía que no podía ser que el mismo camino que habíamos recorrido durante toda la mañana y el mediodía se repitiera como una copia por la tarde... Aun así, tenía una tenue esperanza de que se abriera paso algo nuevo, y estuviésemos mucho más cerca de la última cadena montañosa en el suroeste. Pero no. Ahí está, junto al colmillo izquierdo de la estúpida Señorita Lorraine, el poste ennegrecido y lleno de líquenes blancos. Juraría que tiene los mismos.
No puede ser cierto, pero es la segunda vez que pasamos por aquí.

—Quizá sea cosa de este bosque —dice Jacob.
—¿El qué, que hayamos viajado en círculos? —dice Jil.
—¡No hemos viajado en círculos! —le digo—. El sol ha permanecido a nuestra izquierda durante toda la mañana.
—Pues está claro que nos hemos desviado cuando estaba arriba —dice.

Jil da una palma sonora y extiende los brazos hacia mí, con sonrisa socarrona. Se guarda la lanza en la espalda, y se sienta en una piedra que hay cerca, y no hace nada, más que alisarse los brazales de tela que Energía también lleva cuando su cuerpo pertenecía a su hija. Pregunto a Energía su opinión. La primera vez no responde, la segunda parece volver de un sueño que ha vivido despierta, y el brillo de sus ojos vuelve por completo.

—Es difícil determinar la causa, Luchadora —dice—. Juraría que hemos seguido una trayectoria estrictamente recta, pero ahora no estoy segura.

Jil ha vuelto a observarla con asco, y si se girara hacia mí vería mi cara de furia, pero no lo hace. Viendo que no va a mirarme, pregunto a Stille. Ella en el pasado ha sabido guiarse en plena noche sin referencias ni conocimiento alguno sobre las estrellas, pero niega con la cabeza. Marca una línea recta con los brazos, luego hace un barrido con el dedo a todo el bosque, golpea con el puño la palma izquierda y me señala.

—Yo también lo creo —dice Jacob—. Estás tierras se llaman Ashotán Óniros por un motivo... tienen vida propia. Puede que el bosque sea así de verdad.

Pero miro las sombras alargadas de los árboles, las hojas movidas por el aire irregular, las nubes grises que comienzan a tapar el cielo. No encontraremos respuestas suponiendo cosas, pienso obtenerlas del propio bosque. Azuzo a Lorraine, todos me piden que espere y me quede atrás, con ellos, pero yo sigo hacia adelante. continúo por el camino de raíces, alcanzo el claro de anoche al trote, y sigo por el mismo camino, donde pronto encontraré el barrizal por el que se metió Lorraine cuando trató de desobedecerme. Esta vez soy yo la que le ordena salirse del camino, y noto cómo ella pone cierta resistencia, como si le supusiese un duro trabajo incumplir las normas.
Pero ahí están: las peñuzas, marcadas desde la orilla del charco hasta que la tierra se endurece, y luego, una hilera de rastros de barro que dura varios metros.
Ya hemos pasado por aquí.

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Bueno... ¿Qué mejor después de un baño que la lectura de un buen libro a la luz romántica de la vela de mi cuarto? Me río yo sola, porque nadie más iba a reír. Cojo el libro, y me fijo en la piel lisa, cuarteada de su portada, sus bordes doblados. Quizá el escritor no sea mejor que Erudito, pero su lectura es mucho más educativa. Mientras lo abro, toso varias veces. ¡No! ¡No me quiero poner enferma! Me hundo en la cama, saco los brazos y la cabeza, pero con el cuello bien tapado, e intento ver cómo colocarme de forma que la luz dé a las páginas.

Están construyendo la torre, el padre nos cuenta lo bien que trabajan los enanos, y se sorprende por sus conocimientos sobre materiales. La roca la extraen de una mina que se encuentra varios kilómetros al norte, cerca de una gran montaña a la que llaman Pico de las Cascadas. Parece ser que esta roca es más dura, o no se rompe, o no entiendo bien este término, pero bueno. Un día, el jefe de los enanos le lleva hasta esa mina, y allí conoce a su mujer, la supervisora de la excavación. Parece ser que las mujeres se encargan de picar la roca, mientras que los hombres se dedican exclusivamente a fundirla y construir. Cuenta que, para llegar a esa mina, han atravesado un bosque mágico que se cruza caminando hacia delante y hacia atrás.
El padre viaja hasta lo más profundo de la mina con la supervisora, y ella le enseña el proceso. Le cuenta las características especiales de la roca que extraen, de las que ya no se acuerda, y le presenta unas piedras de purita, un material que él no conocía. Parece ser que, en su estado natural, la purita es negra, pero cuando se quema mucho, se vuelve azul brillante.
El padre reconoce que ese material es el mismo que el de su orbe, pero dice que ni las piedras ni las rocas que ha visto brillan como su gema, ni siquiera cuando están bien pulidas y azules, ni tampoco le otorgan el poder de ver a los otros.

La verdad es que el asunto me descoloca. Paso las siguientes páginas con rapidez, pero en ningún momento se hace referencia a qué otros se refiere. También es que, si leo rápido, no entiendo bien lo que quieren decir... pero bueno.

Ni tampoco le dan el poder de ver a los otros. Pregunta a la supervisora por qué esto era así, y ella le cuenta que encontraron esa gema en esta mina, ya pulida, ya brillante y de una sola pieza, pese a que normalmente las rocas de purita son más grandes. Le enseña más a fondo el depósito, y le muestra cómo unos hilos azules se incrustan en el negro de la piedra y se extienden hasta juntarse varios, y formar flores azules brillantes que se alimentan de la roca.
Resulta que la purita es más interesante que eso. Cualquier roca, y no solo la gema brillante, tiene la propiedad de anular cualquier poder o fuerza, lo que la hace indestructible desde que es fundida. Los enanos tienen un extraño culto hacia ese material, y solo lo utilizan para fabricar determinadas herramientas y útiles de trabajo... dicen que, ¿qué? Ah, vale. Dicen que ese material siente las almas de quien lo toca, y emplearlo en abalorios u otros objetos sería insultar a la naturaleza.

Normalmente me hubiera saltado estas páginas, porque parecen más bien pertenecientes a un catálogo de rocas de estas tierras... ¿La gema de Dante podría leer mi alma, entonces?

El padre escribe para contar que uno de sus hijos enfermó y se recuperó días después, que un obrero murió por una caída, que el hijo pequeño no para de discutir con él... Vamos, tonterías. Su hija, sin embargo, ya es toda una mujer, y la nota triste. Habla con ella y no quiere contarle lo que le pasa, pero el padre cree que es porque empieza a ser una adulta, y no ha encontrado su lugar en el mundo. Más allá de ese lugar, en el sur del continente, o sea, aquí, no han encontrado ningún objeto que explique qué hacen aquí. Y sin embargo, esa piedra brillante solo le da poderes a él.
Cuenta que echa de menos a Hennai, que tiene ganas de que la torre sea por fin construida, porque entonces podrá verla. Explica... cosas que no entiendo, en realidad, algo sobre una amplificación, y la invocación del rayo. Habla de un complejo sistema de energía que están construyendo los enanos, y cómo la gema alimentará esa energía.

—¡Señorita Madurez! —susurra Epón—. ¿Está despierta?

Cuando miro a la puerta, siento como si los ojos nunca hubieran apuntado tan lejos.

—Sí, pasa.
—El señor la ha llamado.

Epón permanece fuera. Yo suspiro, y salgo de la manta. Qué frío, por favor... Me tapo con la chaqueta, pero también está fría. No quiero subir, y me acuerdo que hoy no he bajado, no he ido a ver cómo está Orfeo.
Paso de largo la jaula en la que pasé días. En la terraza, la luna ilumina la gabardina blanca de Dante, que no se mueve por más que el viento inunde el lugar y aúlle a tráves de las ventanas.

—El agua estaría fría hoy —dice.

Miro para otro lado. No quiero hablar con él sobre eso.

—Sí, supongo. ¿Qué querías?

Gira la cabeza hacia mí. De sus ojos salen dos luces blancas, y su pelo levita a cámara lenta.

—Quería saber si eres feliz —dice.

La pregunta me descoloca, la respuesta es demasiado obvia. Debe ir con segundas, o quizá sea una trampa.

—¿A qué te refieres con feliz?
—Da igual. Déjalo.

Se vuelve, y otra vez sigue con sus meditaciones absurdas. Una ráfaga de aire pasa por mis piernas, y por el cuello surge un escalofrío. Toso, otra vez.

—Pensé que encontraría mi sitio —dice—. Aquí, ahora mismo. Pero, por más poder que obtenga... sigo siendo el mismo, y me siento igual que antes.
—Siempre serás Dante.
—¡No! No lo entiendes. Es solo... quería saber si alguien más ha encontrado su sitio en el universo, pero la única persona que puede escucharme es una joven sin apenas experiencia.

Avanzo unos pasos, hasta llegar afuera, donde el aire golpea con mucha menos fuerza, sorprendentemente. No miro a Dante, pero sí puedo verle de reojo.

—Bueno, de entre todos, el que más debería haber encontrado su sitio eres tú. Dicen por ahí que eres muy viejo.
—Así que Epón te lo ha contado.
—No, qué va.

Me mira con media sonrisa.

—Tranquila, no le castigaré esta vez. He viajado mucho en esta vida, Madurez, mucho... y nunca vi algo tan magnífico como esto. —Levanta la gema en su mano—. En su momento, permití que las mentes la dejaran abandonada en esa cueva, porque sabía que volverían a por ella. Cuando Miedo nos amenazaba por todos los frentes y las mentes decidieron no actuar, descubrí que mi cometido, mi destino, era robar esa gema y matar a Miedo con ella.
—Pues secuestrarme también sería parte de tu destino.
—Te necesitaba, como rehén para que no me siguieran, y también necesito tu fuerza contra Miedo. Pero eso no es lo que quería decir.

Dante se estira, y pese al viento, escucho el crujir de su espalda.

—Quería decir que... —dice—. Bah, da igual.
—Estás rallado.

Me siento junto a Dante, intento ver todo desde su perspectiva. La luna, las montañas. Juraría que está empezando a llover, y por más que lo intento, no puedo parar de castañetear. Toso de nuevo, esta vez más fuerte. Dante hace aparecer una pantalla blanquecina que nos envuelve a ambos, también hace parecer la noche más clara. Sí, supongo, dice, y nos quedamos callados. El viento no sopla en la burbuja. Yo no sé qué más añadir. Él no dice nada.

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Jil se queja en voz baja y no puedo entenderle desde aquí, pero Social ya le ha mandado callar dos o tres veces. Estoy cansada, y solo acaba de hacerse de noche. No hemos hecho más que hacer caminar a nuestros animales, y de los dos que van a pie, nunca he sido yo. ¿Por qué estoy agotada, entonces? ¿Por qué me lo permito, si no veo esas últimas montañas más cerca que esta mañana? El aire se cuela entre las partes rotas de la armadura, y el brazo derecho hace rato ya que no lo siento. Desde hace rato, veo reflejado el brillo rojo de mi frente en el pelaje tupido de la jabata. Vuelve a gruñir, como si gruñir llevase la montaña a nosotros, o acabara con este bosque.

—Luchadora, vamos a descansar —dice Jil—. Stille y el resto están muy detrás.
—Un momento.
—Ya has dicho eso hace un momento.

Conozco estos árboles, por eso sé que más pronto que tarde, voy a dar con él. No es algo que quiera, todo lo contrario, una actividad, un fuego empieza a bullir en mi tripa, pero no puedo evitar querer verlo para decir que sí, que estaba en lo cierto. He seguido el sol y lo hemos tenido todo el rato a nuestra derecha, y cuando se ha ocultado, me he guiado por las indicaciones de Energía, que sobrevuela con su pájaro. Dice que ve el final del bosque, que estamos cerca de terminarlo, pero lleva diciéndolo durante horas.
Y nunca, nunca, nos encontramos más cerca de nuestro destino.
Aquí está, la piedra gris y amarilla, ahora vendrá el camino estrecho, el tramo de cielo abierto... y ahí está. Como una promesa cumplida. Como una puta profecía maldita.
El tocón mustio y lleno de liquen, clavado por alguien hace algún tiempo, vuelve a saludarnos sin moverse, y yo, antes que devolverle el saludo, prendería fuego a todo este bosque.

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