8 de febrero de 2018

La negación.


El sol empieza a desaparecer en el mar, pero las montañas ya viven en la noche. Apenas puedo distinguir el paso que debemos tomar, una franja negra en la que la montaña se parte, oscura como ningún lugar de la montaña. Lorraine salta hacia la orilla, y con este río ya hemos cruzado todos los que inundan el valle, ahora la tierra empieza a subir en cuesta, se irá secando hasta que solo quede roca yerma, y entonces comenzarán las montañas.

—Acamparemos aquí. No cruzaremos el paso de noche.

Jacob habla, y lo que dice, es ley. Sin dejar que Eissen detenga a Aristóteles, ya se ha bajado, y camina hacia el pequeño grupo de árboles junto al que nos encontramos. No escucho el mar desde aquí, solo las hojas movidas con cierta violencia por el viento, y de vez en cuando, silbidos fríos cuando se filtra entre las ramas.

—Venid aquí para que los árboles os protejan del viento, va a ser una noche fría —dice.

Nadie más habla. Creo que todos tenemos la misma sensación general, y el único tranquilo es Jacob, el único que cree, junto con Jil, que hemos dicho la verdad. ¿Que pensarán los demás sobre lo que dije? ¿Sabrán que actué sin pensar? ¿Que ahora lo que menos quiero es una distracción, una culpa que afrontar, a la vez que rescato a Madurez? Pero yo soy Luchadora, yo actúo así, luchando todo, afrontando todo.
Debería sentir vergüenza.

—No.

Duch habla a Social, mueve los brazos de un lado a otro de forma firme.

—¡Por favor, solo una!
—Ya te he dado dos en el día de hoy. Si sigues a este ritmo, te las acabarás antes de llegar.
—¡No! ¡Por favor!

Social tiene de nuevo la mirada perdida, y se nota que le cuesta entender lo que dice Duch. Mueve las manos de forma descoordinada y poco firme, e incluso le tiemblan. Yo le cojo de la muñeca y le miro de cerca. Sé que él me está prestando atención, aunque no me mire.

—Si Duch te da una —digo—, ¿me prometes que no le pedirás más hasta que estemos cerca de la torre, dentro de varios días?
—¡No! —dice.
—Vale, pues no le des, Duch.
—¡No! ¡Vale! —vuelve a decir.
—¿Pedirás más?

Social se plantea tener una ahora antes que varias en el futuro... Pensaba que rechazaría y dejaría a Duch en paz.

—No pediré —dice Social—, pero dame.

Le veo meterse la hoja en la boca con ansia, escupiendo poco a poco trozos pequeños. Se encorva hacia atrás, cierra los ojos y hace una mueca de placer, y no escupe el resto sin chupar los trozos más grandes. La barba que le ha comenzado a salir se está manchando de saliva y pequeños trozos mascados verdes, y moviendo el brazo en un aspaviento se limpia a toda prisa y comienza a saltar y a mover los brazos, nervioso. Luego, se queja de su lesión en la pierna... y vuelve a saltar y a mover los brazos. Duch me mira, levanta las cejas. Busca una opinión, pero no tengo opinión que dar.
Jacob come fruta, en lo alto de uno de los árboles. Es tan igual al antiguo Jacob que conocí, y tan diferente, debería aclararme y dejarme claro quién es ahora. No sé si considerarle vivo de nuevo, no sé si seguir considerándole muerto, le veo y me muero de la alegría, pero no me reconoce y me mata por dentro. Desenfundo la espada y la clavo con fuerza en la tierra húmeda junto al río. Sé que Afrodita me ha llamado, pero no quiero ir.
Camino corriente arriba, donde veo a Jil sentado en una piedra, callado, como ha estado toda la tarde. Creo que ya no llora, estoy segura de que no le queda nada que llorar.

—Oye, Jil —me cuesta hablarle—. Quiero que sepas que lo siento mucho por lo de tus hijos. Muchísimo.
—Es la tercera vez que me lo dices —dice.
—Lo sé, pero...
—Desde hace varios años, no has hecho más que despreciarme.

La cara de Jil sigue hundida entre sus brazos y rodillas. El agua moja parte de sus botas, y brillan con la luz incipiente de la luna.

—Nunca te he despreciado... —digo.

Su pelo cae hacia un lado de la cabeza, despeinado y desordenado. Su ropa está hecha unos zorros, salvo las vendas que cubren sus antebrazos.

—Tus hijos no tienen la culpa de tus afiliaciones —digo.
—Mis hijos fueron la causa de mis afiliaciones.
—¿Cómo?

Jil habla sobre su vida en la isla, con sus hijos, con la madre de ellos, felices. Cuenta que, poco después de que ella muriera, los sicarios de Miedo rodearon su isla, y amenazaron a sus hijos.

—¿Por qué no lo dijiste? —digo—. Te hubiéramos protegido.
—Y os hubiera lanzado hacia el enemigo.
—Eras casi de la familia, Jil.
—Todos tenemos nuestros problemas. Si vosotros preferís llorar ante gente con más autoridad que vosotros, adelante.

Sobre nosotros, el cielo ya es oscuro. No sé cómo sentarme, cualquier postura es incómoda, por eso meto los pies en el agua, y el frío hace desaparecer de forma mágica cualquier otro problema.

—¿Qué te ha obligado a hacer? —le pregunto.
—Nada. Tan solo enviaros sus mensajes.

Es imposible que Miedo utilice al mejor herrero del mundo solo como recadero.

—Dime la verdad, Jil.
—Esa es.
—¿No creaste ningún arma? ¿Ningún artefacto?
—Me prohibió usar la forja, tanto a mí como a mi Orfeo.

Es demasiado extraño. Pero le pregunto, por qué. Se lo repito, por si no me ha oído, pero no responde. Miro los juncos frente a mí. Con el viento, hacen un sonido juguetón al rascarse entre ellos.

—Pensé que te uniste a Miedo porque quisiste —digo.
—¿No te parece una idiotez?

Me mira con enfado. Yo bajo la mirada.

—Lo siento —me dice—. No debería hablarte así.
—No, lo siento yo —digo—. Por haberte tratado así, sin preguntarte.

Los dos suspiramos, con la mirada en el río. Los brillos que tiene el agua, su forma cuando se escurre entre las piedras, a veces de forma sinuosa, otras arrastrándolas ante su paso... bien pensado, parece magia la forma en la que se mueve... Pero bajo las piedras pequeñas de este río, queda a la vista el cuerpo de Lisa, perdida entre mis brazos, en la lluvia. ¿Cómo voy a estar tanto tiempo mintiendo a Jil sobre sus hijos? Si Dante ha matado a Orfeo, ya no le quedará ninguno. ¡Pero eso no va a pasar! No puede pasar. Recuperaremos a los dos niños, los recuperaremos, y entonces, le diré la verdad, le diré, Jil, yo maté a tu hija. Fue un accidente. Lo siento.

—La gema de tu frente —dice él.

La gema de mi frente... Cuando me doy cuenta, mi mano ya la está tocando, después de tanto tiempo sin hacerlo. Ni siquiera sé por qué la ha mencionado.

—Brilla más de lo normal —dice.
—¿Cómo?
—Está emitiendo luz.

Me acerco al agua, pero es difícil ver mi reflejo en el río en esta zona tan revuelta. Sin embargo, lo llego a ver, un pequeño brillo rojizo, apenas perceptible, pero que ya conozco. Sí, brilla, pero puedo caminar. No siento mal cuerpo. Aprieto los dos puños contra sí, hago fuerza, y mis brazos responden como siempre.

—¿No lo sabías? —dice—. Te lleva brillando todo el día.
—Nadie me había dicho nada.

Doy por hecho que no lo hicieron para que no me preocupase,  Puede que me haya acostumbrado a sentir el mal cuerpo, pero, aun así, nunca se había iluminado tanto tiempo. Vuelvo a tocarlo, con el índice, también con el pulgar, y lo aprieto fuerte contra la frente, hasta que me hago daño. Echaba de menos, de una forma negativa, sentir el tacto duro de sus aristas. Duch se acerca para contarnos que Stille y Energía han encendido una hoguera, le contesto, y se marcha.

—Es mi Lisa. Tu Energía usa su cuerpo.

No contesto. Jil tensa más sus piernas, y vuelve a enterrar su cabeza en ellas.

—Es mi Lisa... es mi Lisa... y mancilláis su cuerpo. Me recordáis que está muerta.

Llora otra vez, repitiendo su nombre una y otra vez, yo no sé si debería quedarme. Me levanto, y me dirijo hacia la hoguera, pero entonces la veo, ahí, con sus ojos aguamarina, brillantes, pero debajo de esa luz hay un cuerpo. Cuando veía el cuerpo de Energía, ya no veía lo que era en realidad. Paso de largo la hoguera, también... mejor estar sola.

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Soy un estúpido, es la segunda vez que me pasa. Tal y como separo el pie de la roca, me echo al suelo por el dolor. No la he distinguido entre la masa de verde que ilumina la luna, ahora la uña me duele muchísimo. Desde que camino descalzo, siento todo en la tierra mucho más. Siento la tierra blanda, el agua, las piedras, y aunque al principio molestan, he acabado acostumbrándome, pero a esto no, a esto jamás podría acostumbrarme.
Tengo hambre, tengo sueño, pero no quiero descansar. Quiero ver la torre, al menos, saber que pronto le mataré. Que me vengaré. Me levanto, apoyado en la pared de piedra recta de la montaña, y de ella, unas piedras se separan de la pared y caen al suelo. Veo caer los pedazos del Faro, desde arriba, agarrado por un tentáculo de Miedo.
Respiro hondo, para calmarme. Cierro los ojos, y me separo de la pared, poco a poco. Ahora, comenzaré a caminar, y seguiré hasta el paso del que me habló Jil. Las piedras volverán hacia arriba. Las casas estarán enteras, y mis amigos, vivos.
Pero no lo están.
Lo estarán, en el momento en el que matemos al culpable.
Nada volverá.
No deben volver, porque cuando todo acabe, nada tendrá sentido. Prefiero miles de veces que Mentes se quede en coma perpetuo antes que seguir viendo cómo más allá del cielo, Dante le controla y hace su vida, fingiendo que todo va bien, cuando no va bien. El futuro de Mentes ya no existe. María hace días que no nos habla.
Eliminaste mi futuro, Dante, el futuro que yo soñé. El mío. Mataste a mis amigos, también. Mataste a Madurez.

No puedo evitarlo, caigo de rodillas en la tierra dura y me arqueo para vomitar en la tierra nada más que bilis, porque hace mucho que no me llevo nada a la boca. Vuelve a salir de nuevo por la garganta, y esta vez duele aún más que antes. Toso, respiro porque me quedo sin aire, e incluso tengo otra arcada, pero no sale nada. Tengo que ser sincero conmigo mismo. Necesito comer algo pronto. Necesito descansar.
Descansaré, vale, pero después de cruzar el paso, sea lo largo que sea. Entonces, comeré, y luego dormiré.
Camino hasta que las piedras se abren y el paso aparece frente a mí. Apenas se ve nada en este lugar, por más que la luna brilla en el cielo, y más allá, en el interior del pasillo, solo percibo el negro más absoluto, y una fuerte corriente de aire frío.
Dentro, solo se escucha el ruido del aire, y no veo nada, palpo una de las paredes del pasillo estrecho y ella me va guiando, mientras camino con cuidado por ese aire negro y frío. El frío de las piedras pequeñas, la aspereza de la roca, tan solo eso. No he notado ninguna planta, ni siquiera un tallo fino, en esta montaña solo hay roca desnuda.

El paso es largo, y no parece acabarse nunca, tampoco puedo ver el final. Me humedezco los labios secos, intento apartar de mis oídos el aire constante para escuchar algo mejor lo que me rodea, como si hubiera algo a mi alrededor, como si un animal fuera a cantar para hacerme compañía, o el aire silbara entre las ramas de algún árbol lleno de frutos. Solo en la jungla vi árboles con frutos, y no cogí ninguno porque era difícil, porque era difícil y por los insectos agresivos. Idiota, fui un idiota, debí de haber comido entonces. Comeré luego, más allá de la jungla, pensé. Ya estoy más allá de la jungla, y solo hay un largo pasillo negro de roca, nada vivo cerca, solo el viento que aúlla cada vez más agudo.
Escucho un cuervo, entonces. ¿Eso ha sido un cuervo? Ha parecido un graznido, más adelante. ¡Ahí! Lo he vuelto a escuchar. Con esta oscuridad, soy incapaz de cazar a ningún animal, menos aún a un pájaro, pero ya no me siento solo en el lugar, sé que hay alguien más vivo, conmigo. Conforme me acerco, el rugido del viento me deja escuchar más graznidos, algunos ya están sobre mí, otros se escuchan más adelante. Es como si supiesen que estoy aquí, como si me advirtieran que no diera un paso más en su terreno, pero debo cruzar el paso, porque entonces descansaré, y luego buscaré comida.
Un graznido se ha escuchado en mi espalda, muy cerca. Me he girado, pero no puedo ver, así que muevo los brazos para comprobar que no hay nada. Otro graznido chilla sobre mí, más fuerte de lo normal, he notado un ruido extraño a mi derecha, e incluso se ha humedecido parte de mi pie. Quieto, me giro poco a poco, hacia el suelo. Palpo con cuidado, con mi piedra afilada, la carne del pájaro, que está en el suelo, parece que está muerto, y, por el líquido frío que lo cubre, parece estar lleno de sangre. ¡Genial! Necesitaba comida, y la cena ha venido a mí. Lo cojo, algo asqueado, y cuando salga de este lugar, lo asaré en una hoguera. Los graznidos cubren el pasillo.
Noto una convulsión en el cuerpo que agarro, pienso que está aún vivo, luego siento un tacto frío a lo largo de toda la pierna y escucho goterones desparramándose contra el suelo. El cuerpo ha reventado. Palpo la herida nueva, el cuerpo de este pájaro está demasiado frío, como si llevara días muerto. Su líquido no parece sangre... es, de hecho, bastante espeso. En su nuca parece haber un pequeño brillo, pero no lo distingo bien, es demasiado sutil, y se esconde entre las plumas.
Otro cuerpo se estrella en el suelo desde arriba. Otro, y otro más a lo lejos. Graznidos que acaban en cuerpos contra el suelo, luego en convulsiones que desparraman líquido viscoso y frío que noto al caminar, líquido resbaladizo. Me doy cuenta de que ya no corre el aire. Tampoco oigo graznidos.
Tiro el cuerpo del pájaro, y cuando impacta en el suelo salpica en el líquido que han derramado otros cuerpos. He pisado otro con el pie, huesudo, frío, viscoso. Muerto. Y acelero el paso, guiándome como puedo por una de las paredes de roca, quiero llegar cuanto antes, este lugar no me gusta.
Las rocas crujen, encima de mí. Crujen otra vez. Su quejido se vuelve constante, recorre las paredes, y he escuchado bajo, incluso. Cuando la roca que toca mi mano cruje, siento una vibración extraña en ella.

No veo nada por el callejón, tan solo el mapa que me aporta el lamento de la roca. No sopla el aire. Escucho, delante de mí y de forma inconfundible, cómo una roca se separa de la pared y cae a plomo en el suelo, a menos de diez metros de mí. Escucho algo atrás, una especie de silbido agudo y tenue, pero no lo provoca el viento, más bien contradice cualquier cosa que el viento represente, porque se escucha casi dentro de la cabeza, y en lugar de enfriarme la cara o las manos, me enfría el cuerpo por dentro. Lejos, encima de mí, puedo oír aullidos, pero miro hacia arriba y ni siquiera veo las estrellas.
La roca se queja mucho, varios metros hacia delante, yo espero a que el quejido pare, quieto, y cuando lo hace, en el lugar de la roca ahora se escucha una respiración pesada. Con los ojos bien abiertos, aunque no se vea absolutamente nada, palpo en el aire hasta encontrar la pared, doy media vuelta y corro en dirección contraria a ese sonido, pero entonces los silbidos se acentúan, se clavan a través de mis oídos y me enfrían el corazón hasta dejarme parado en el sitio. No se ve ni la entrada ni la salida del paso. Detrás, siento la respiración pesada que se acerca más allá de las curvas del pasillo.
Aprieto la mandíbula, intento dar toda mi fuerza a las piernas, pero apenas logro hacerlo. Escucho crujidos en la roca, a izquierda y derecha, escucho a las piedras derrumbarse, y frente a mí, tan negro como el resto del pasillo, noto una membrana viscosa y fría, flexible y dura, que me impide seguir avanzando. Detrás de mí, la respiración se acentúa, pero juraría que también escucho respirar a la membrana, que incluso todo a mi alrededor lo hace. Los aullidos suenan lejos. El polvo de roca está cayendo sobre mi cabeza.
El sonido del movimiento viscoso avanza hasta estar cerca de mí, yo no puedo hacer nada, no tengo arma. Quisiera creer que saldré vivo, algo que tantas veces me ha salvado, pero es que hace tiempo que eso no me sirve.
Hay un cuerpo grande frente a mí.

—El... Albino.

Habla despacio y extremadamente grave, y aunque lo escucho delante, también lo escucho en todas partes. Solo puede ser él.

—¿Qué quieres?
—Es... divertido, verte... Albino. Te eché, de... menos.

Se ríe de pronto, fuerte y agudo, una risa que siento elevarse hasta metros y metros en las alturas. Una risa de varias voces, que acaba envolviendo mi cabeza por completo.

—¿Qué quieres?

Creo que estoy llorando, pero no quiero tocar mi cara con las manos sucias de su líquido espeso.

—Jugar.

Jugar, jugar, jugar. La palabra la repiten las propias entrañas de la roca. Frente a mí, la masa, grande, permanece frente a mí, tan negra como todo lo demás, escucho el sonido viscoso cuando roza la roca. Quisiera que me matase, ahora mismo, antes que jugar. Jugar significa estar vivo con esa cosa. Sus tentáculos aún me envuelven en el mar, junto al Faro.
Siento caricias en los pies, pequeños tentáculos del grosor de una hoja, que están comenzando a filtrarse desde las paredes hacia el centro.

—Sé... mío, Albino.

Su voz suena tan grave que apenas puedo oírla.

—Sé, mío...

Su voz se desdobla en una aguda que se oye más cerca de mí, según se acerca también el sonido viscoso. Su respiración se repite como un eco a mis espaldas, donde unos finos tentáculos intentan agarrar mis hombros. Yo me muevo en círculos, con los brazos en alto, pero solo palpo el aire. Escucho con fuerza los quejidos de la roca.

—Suficiente —dice.

Habla Miedo con voz grave, escucho dos estallidos, a izquierda y derecha, y dos tentáculos agarran cada brazo, los estiran y me elevan. Siento un filo presionando contra la piel de la espalda, creo que me está haciendo sangrar.. El sonido viscoso avanza, avanza hasta que creo que me voy a sumergir en él, y sigue avanzando incluso más. Se detiene, cuando puedo sentir el frío de su respiración.

—¿Dónde están tus compañeros, Albino? Mis informantes dicen que han muerto, ¡y yo no puedo poseer a los muertos!

Su voz ha elevado el tono, se sigue escuchando en todas partes.

—Han muerto todos, cabrón —digo—. Has fracasado.

Miedo grita, alto y agudo, y su sonido rebota por todo el paso. Unos tentáculos pequeños tratan de agarrar mi mano, yo me opongo, pero son muchos, intentan meterse entre mis uñas y mis dedos. Otros tentáculos, de hedor podrido, rodean mi cuello y hacen fuerza para abrir mi boca y mis ojos. La roca cruje con fuerza, y oigo caer varios pedazos al suelo. Un tentáculo se abre paso a través de mi párpado. También el otro, y varios ya lo han hecho a través de mis uñas. Las rocas crujen más, y escucho los tentáculos de Miedo arrastrándose a través de las paredes como si fueran serpientes. Un estruendo se oye bajo el suelo. Luego, el temblor. El estallido.
Un desastre de luz emerge del suelo con fuerza y nos golpea. Caigo al suelo, las rocas caen del cielo, ruedo para esquivar una grande que veo sobre mí. Cada estruendo va seguido de una sacudida que me tira de nuevo, pero ahora puedo verlo todo. Un gusano gigante ha abierto un agujero, un gusano que emite luz fosforescente, con una gran boca con la que muerde a una masa grande, y la masa la somete con sus tentáculos.
Es mi oportunidad.
Corro por el pasillo tan rápido como puedo, haciendo fuerza por no perder el equilibrio ante los estruendos de cada golpe que hay atrás. Las rocas caen desde el cielo. De pronto, ha dejado de haber luz, y tengo que palpar la pared de nuevo.

—¡Albino!

Los crujidos que escucho son, seguro, los tentáculos de Miedo abriéndose paso, cada vez más cerca de mí. Otro estallido y la luz vuelve de nuevo, con una sacudida que me lanza al suelo, y tumbado, un seísmo me levanta un palmo, luego escucho el crujido, el que sé que es el definitivo. Noto el sonido grave de las rocas grandes que caen detrás de mí, veo que la pared de mi izquierda se resquebraja antes de que la luz desaparezca, escucho un rugido, y yo corro, en línea recta y sin palpar nada, porque oigo cómo encima de mí, todo se está viniendo abajo.

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El grito sobrecogedor, seguido de la explosión, en las montañas. Abro los ojos y me encuentro abiertos los de Stille, tumbada a mi lado, las dos nos levantamos, pero no hay nada que ver, porque solo hay oscuridad alrededor de esas montañas. Algo grande ocurre ahí delante.

—¡Jacob! —grito.

Corro hacia él, y él me manda callar. Está inmóvil, escuchando como yo los estruendos de la montaña. ¡Por Mentes, si incluso noto las vibraciones!

—¡Energía! —grita él—. Acércame un pájaro.

Cuando los ojos aguamarina se desvanecen del animal, él lo acaricia repetidamente, y lo suelta hacia las montañas. Corro hasta la espada negra y la enfundo de nuevo, llamo a todos y organizo una línea de defensa. Una línea poco sólida, más pensando en la huida que en la batalla por si son Los Creadores. No puedo perder más hombres. Duch mira más a Afrodita que al frente, Social está con ella. Si aparecen a lo lejos Los Creadores, Duch no se irá sin Afrodita, y eso puede costarle la muerte a ambos.

—¡Todos quietos! —les recuerdo.

Jil está temblando, con la lanza agarrada, muy tenso, a mi izquierda. La luz de la luna, a mi derecha, dibuja unas líneas elegantes sobre la figura de Stille, que incluso diría que tiene los ojos cerrados. Energía coge la espada doble de Lisa, y se arregla las mismas vendas de tela blanca que tiene Jil en los antebrazos. El pájaro de Jacob vuelve con noticias, y él se despide de él después de tocarlo.

—El paso ya no existe —dice—. Se ha venido abajo.
—¿Por qué? —dice Duch.
—No lo sé, apenas se ve nada en ese lugar. Mañana iremos a ver lo que ha pasado.

Cuando dice que no ha visto ningún enemigo, todos respiramos mucho, mucho más tranquilos, yo por lo menos. Organizo el turno de guardia, le digo a Stille que la levantaré a lo largo de la noche, pero no pienso hacerlo, porque necesita descansar tanto como el resto. Cuando todos están quietos y juntos, en la oscuridad, yo me siento en un montículo algo más alto de la estepa. Antes tenía manos y pies fríos, pero ahora, lejos de los árboles para ver mejor, el aire me congela. Está todo tan quieto alrededor, como si nada hubiese cambiado... Es increíble cómo medio mundo podría venirse abajo, y después del estremecimiento, pasado el pánico, todo podría volver a la normalidad en un instante para el resto de la naturaleza. Como si esas cosas pudieran pasar, y eso es terrible, eso no es precisamente aprender de los errores de otros, pero entiendo por qué lo hacen. Son más felices así. Sus vidas valen poco, tanto como las nuestras. Puede que en este cuerpo seamos importantes, pero allá afuera hay miles, millones de humanos más que tendrán sus propias mentes, e incluso los humanos no serían nada en comparación con la galaxia y el universo. No soy nada. Y mis preocupaciones ni siquiera quitan el sueño a Mentes, que solo parece estar teniendo una pesadilla.
Mi cuerpo tiembla, por más que intento reprimirlo, y no siento los dedos de los pies. Suspiro, y de mi boca sale vapor. Miro a mis compañeros que duermen, miro también a las estrellas, de vez en cuando, noto cómo van girando a lo largo de la noche, me acuerdo de la Ror Ató, de Imica. Palpo mi gema, para notar las aristas duras, la aprieto contra mi cráneo, hasta que me hago daño. Pienso en los árboles iluminados de verde y azul, la mariposa naranja.
La gema roja.
Las estrellas están comenzando a desaparecer. Esta es la segunda cabezada que doy, y si me duermo y no aviso a Stille, pondré en peligro a todo el mundo.
Sí... será mejor no ser orgullosa, despertaré a Stille. Voy hasta ella, y apenas apoyo mi mano en su hombro. Según abre ella los ojos, yo los cierro.

Energía me despierta con voz dulce. Por la altura del sol, habré dormido un par de horas, pero las necesitaba. Los demás ya lo han recogido todo, y se han esperado para despertarme hasta el último momento. Miro a las montañas, y distingo desde aquí el desprendimiento.

—¿Qué habrá pasado? —dice Duch, montado en Ánima.

Según más nos acercamos todos en nuestras monturas, más grande es la pregunta. Poco a poco vamos distinguiendo mejor todo lo que ocurre, y no es que las rocas se hayan caído sobre el paso, es que una parte de la montaña se ha deshecho sobre él. Las rocas oscuras están amontonadas, y cuanto más arriba pongo la vista, más grandes son los pedazos, e incluso se puede ver que el último coincide con la fisura de la montaña.

—Qué barbaridad... —dice Afrodita, sentada detrás de Ánima.
—Sin paso, ¿cómo vamos a llegar a la torre? —digo.

Nadie contesta. Miro a Jil, que parece ido, luego a Jacob.

—Jacob, ¿podrías hacerme algo de caso?
—Te he hecho caso todas las veces que me has hablado. Perdona si te he ofendido.

Jacob ni siquiera me mira, solo inspecciona el desastre, bajado de Aristóteles. Yo tampoco busco que me pida perdón, está consiguiendo que me sienta ridícula, y ni siquiera me ha contestado.

—¿Hay alternativa? —digo.

Jacob suspira.

—La hay, pero no me gusta. Tenemos que dar un rodeo, hacia el interior. Por el camino de las montañas.
—¿Por qué no te gusta? —dice Duch.
—Nunca nadie va por ahí.
—¿Y qué? —dice Energía—. Nadie inventó los barcos hasta que un día alguien lo hizo, Jacob.
—Sin duda.

Jacob vuelve a montarse, y Eissen dirige el caballo hacia el interior.

—Pero en esta tierra —sigue diciendo—, el primero que intenta inventar algo, muere.

Tuerzo las riendas de la Señorita Lorraine para que gire a la izquierda, pero no quiere responder. La espuelo, y ella se queja, pero solo entonces me hace caso. Levanta la cabeza hacia el cielo, varias veces y con mucha fuerza, y en una de las embestidas, casi me clava uno de sus colmillos. Yo desenfundo la espada, y le atizo en la frente con la parte lisa.

—¡Para ya de una vez, puerca!

Oigo a Jacob comentar a Duch los detalles sobre el camino que vamos a atravesar. Dice que es sinuoso, resbaladizo, poco apropiado para la jabata, porque nos va a ralentizar mucho. A mí me daría igual que ralentizase, siempre que obedeciese. A mi derecha, dejo atrás el antiguo paso, ahora solo rocas muertas, y pienso en el grito que escuché antes.

No tengo un buen presentimiento.

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